El portón n° 31 de la calle Santo Tomás conducía a través de un largo pasillo a un patio que producía, al instante, pesadumbre. En ese antiguo patio de vecinos, más lóbrego que un infierno sin llamas, y más silencioso que un cementerio cuando los vivos duermen, un matrimonio de ancianos se enzarzaron en una trifulca debido a los rencores pendientes del pasado y se profirieron maldiciones e insultos mutuos. Él era un hombre enclenque que tenía inmóvil la parte izquierda de su cuerpo; ella era una corpulenta mujer aún en su senectud, pero con trastornos emocionales. La acalorada discusión alcanzó tal grado que la señora, en un arrebato bestial, tomó el garrote de hierro que usaban para sostener la persiana de la cocina y se lo puso en el pecho a su marido. "Esta noche te juro que te mato atravesado", le dijo con repugnancia. La puerta abierta, desde la cual sólo se veía un rectángulo de espesa negrura, tal que ni permitía ver las prendas blancas tendidas en los cordeles, en ese justo momento retumbó en sus quicios como si alguien la hubiera sacudido con un violento palmetazo. "¡Es el niño!", dijo el hombre sobresaltado. Mas no había nadie. Ella gruñía furibunda con la gavilla oxidada en su mano y le repetía insistente con diabólica mueca: "Te voy a matar". Cada vez que pronunciaba la sentencia, la puerta era golpeada en seco; y en la fachada se estrellaban las botellas vacías y las latas de cerveza que algunos habían tirado al pozo condenado -convertido en vertedero- situado en el centro. Mientras tanto, los vecinos escuchaban todo temblando en sus casas.
En un instante inesperado la mujer se giró con brusquedad, miró en trance hacia esa oscuridad que entraba, frunció el entrecejo, sacudió histérica la cabeza, soltó el hierro que portaba y se dirigió hacia el umbral con una rapidez impropia de sus años. Allí empezó a desgañitarse diciendo: "¡Asesino! ". Tras quedarse sin voz, cerró la puerta, avanzó hasta su cama con pasos arrastrados y se echó agotada. Los sollozos del marido traspasaron las paredes y se extendieron como un eco sin fin hasta el último suspiro de la noche.
A la mañana siguiente dos hijas y dos nietas fueron a visitarlos. Los cristales hecho añicos esparcidos a lo largo de vieja fachada y las latas abolladas las alarmó. Llamaron a la puerta pero ninguno abría. Preguntaron a un vecino que les contó lo que oyó. Las cuatro se miraron, tragaron saliva y lamentaron con nervioso espanto presuponiendo lo peor. Una le hizo un comentario esclarecedor: "A un hermano nuestro le quitaron brutalmente la vida hace muchos años y de vez en cuando su presencia se hace notoria en la familia". El vecino pálido, enmudeció. La puerta, entonces, se entreabrió y la ojerosa anciana asomó. Al verles, abrió sin reparo. El anciano yacía desaliñado en el sofá con los ojos cerrados, pero respirando. Una nieta resopló aliviada concluyendo: "Mi tío ha evitado la tragedia".