Remontaba el año 1860. Era una fría noche de noviembre en la que la población contaba con una bruma espesa nunca antes registrada. Los vecinos del burgo sabían que habría derramamiento de sangre, ya que conocían el capricho del asesino de manifestarse por un sólo medio: la niebla.
En la calle desierta, se escuchó una puerta. La joven Elizabeth cometió el error de cerrar tarde el taller de costura. Aterrada, se abrigó; con la misma mano trémula y ojos asustadizos, se apresuró a cerrar con llave.
Con paso rápido, apenas viendo por dónde iba, se produjo el impacto. Era un hombre de rostro imperceptible. ¡Horror! Al chocarse, algunos alfileres de Elizabeth cayeron de su bolsa, hiriendo uno al hombre.
La timidez, el frío y el temor paralizaban a la muchacha. Por el contrario, su compañero no tardó en exclamar:
— ¡Imbécil! ¡Hoy hay niebla! ¡Y el asesino huele la sangre!
Había que actuar rápido y ambos lo sabían.
— Apresúrate, ¡ven conmigo! Mi casa está cerca.
Obediente, en menos de un pestañeo, ella ya le estaba siguiendo.
El hombre cerró el portón con tres cerrojos bien lustrosos. Elizabeth jadeaba. Entonces su anfitrión se quitó la capa. Elizabeth pudo entonces verle mejor: rondaría unos cincuenta años, lampiño, entrecano. Él sonreía, dejando entrever unos pocos dientes mal cuidados.
— ¡Ja! ¡De la que nos hemos librado!
Ella asintió levemente. Él tomó un jarro de agua y se lavó el hilillo de sangre de la mano.
— Ya está, ya está. Creo que nuestro encuentro podría haber sido mucho mejor. Mi nombre es Josemiah.
Nada más dijo. En su lugar, miró fijamente a su huésped con una ceja levantada, como invitación para presentarse también.
— Elizabeth Brouillard.
Tras un silencio incómodo, él habló:
— ¿Puedo ofrecerte una taza de té?
Ella asintió y sonrió a modo de agradecimiento. Sin embargo, él no se movió.
— Elizabeth... ¿sabes que eres una chica muy guapa?
A partir de entonces, la costurera se puso tensa. El pulso le empezó a golpear los oídos. Josemiah no le quitaba ojo de encima. Éste tomó entonces su mano. Ella dio un respingo.
— Tengo un té buenísimo traído de la China... ¿Te gustaría probarlo?
Poco a poco se acercaba más a Elizabeth. Ella estaba sentada, él se puso detrás. Empezó a desvestir a la paralizada criatura. Parecía que ni respiraba.
Cuando Josemiah estuvo a punto de contemplar la blanca belleza del cuerpo que tenía ante sí, la chica emitió un horrendo grito agudo, y ahora el hombre fue quien quedó bloqueado. El chillido no cesaba, y Josemiah trató de taparle la boca con un pañuelo, en vano. La garganta de Elizabeth emitía una potencia tan fuerte que rompió todos los cristales. Josemiah lloraba, tapándose los oídos. Sin ventanas, la niebla invadió la estancia.
A la mañana siguiente, cuando se despejó el ambiente y brilló el sol, sólo quedaba un gran charco rojo bajo el cuerpo inerte de un hombre con la cara desfigurada.