Lo juro por Dios; esa mujer no es mi esposa
No podía más. Los nervios me consumían. La angustia me comía. Estaba desesperado. Hacía tan solo unas horas había discutido con mi mujer. Sí, es cierto, hoy he bebido demasiado, pero no por eso han de llamarte borracho nada más poner los pies en casa. Estoy en paro. En ciertas circunstancias, la rabia y la vergüenza son malas compañeras. La impotencia se puede llegar a apoderar de uno hasta el punto de hacerle perder el juicio. Llega la bronca, el conflicto. El resultado de todo esto: la soledad, y el miedo... mucho miedo. ¿Dónde habrá ido?, ¿estará bien?, ¿le habrá pasado algo? Tras buscar a mi mujer toda la noche y dar vueltas y vueltas sin dar con ella, no me quedó más remedio que llamar a la policía. La verdad es que fueron muy rápidos; mucho más de lo esperado. Se presentaron en casa en menos de diez minutos. Les conté lo que había sucedido, que había discutido con mi mujer un poco más fuerte de la cuenta y que ésta, dando un fuerte portazo, se había marchado. Muy atentos, tras describirles a mi esposa y aportarles algunos datos, me dijeron que no desesperase, que esperase en casa, que ellos la buscarían y que cuando eso ocurriera se pondrían en contacto conmigo. Me tranquilizaron diciéndome que la mayoría de estos casos se solucionaban antes de 24 horas. Sin más, se marcharon a hacer su trabajo. A partir de ese momento me quedé algo más tranquilo, por no decir bastante relajado. He de admitir que nunca confié en la policía, pero esta vez no me quedaba más remedio que hacerlo, pues era eso, o esperar a que me estallase la cabeza. Necesitaba contárselo a ellos para dormir esa noche en paz. Y así hice, cogí una cerveza de la nevera, puse en la tv una película de terror y me quedé frito en el sofá. Por fin... ¡qué sopor!, ¡qué descanso!, ¡qué paz! Pero esta sensación duró poco, pues, cuál fue mi sorpresa, cuando un par de horas más tarde sonó el timbre de mi casa. Me incorporé sobresaltado tirándome encima lo poco que quedaba de cerveza. ¡Qué susto! No me lo esperaba para nada. Miré el reloj y eran las 3:33h. de la madrugada. Sentí que algo no iba bien. Tuve miedo, lo reconozco. Ni podía caminar, ni me salían las palabras. La incertidumbre me asfixiaba. Hice un esfuerzo sobrehumano y me dirigí hacia mi destino. Abrí la puerta en silencio y ahí estaban. Eran los agentes de policía, y no venían solos. Sorpresa. No podía creerlo. Quedé petrificado y al instante se me doblaron las piernas. ¡No puede ser! Habían dado con mi mujer. Estaba sana y salva. Dijeron que la encontraron deambulando por la carretera con aspecto desaliñado y la ropa desgarrada, pero que no estaba herida, que no había sufrido daño físico de ningún tipo; por eso, después de pasar por el médico de guardia y hacerla un chequeo la llevaron de vuelta a casa. Lo único que tenía era la mirada perdida, parecía estar desorientada. Tras haber aclarado todo y las pertinentes gracias, los agentes de policía se marcharon y ella se quedó en casa. Lo juro, no puedo soportarlo. Lejos de alegrarme la noche, el corazón se me encogió y el espíritu se me congeló. Mi calma quedó paralizada. Ahora estoy en el baño, encerrado a cal y canto, aterrorizado, sentado en el suelo con la espalda pegada a la pared y las piernas estiradas haciendo fuerza contra la puerta... ¡que no se abra! No puedo explicar a nadie, mucho menos a la policía, que la mujer que está en mi casa no es mi esposa, sino algo malo que quiere terminar con mi vida, incluso con mi alma. Busca venganza. Está escondida en el pasillo, agazapada, mirándome fijamente con una sonrisa diabólica mientras me amenaza con un enorme cuchillo de cocina. Lo juro, esa no es mi esposa, y lo sé porque fui yo mismo quien en un estado de locura transitoria agarré ese mismo cuchillo de cocina y la apuñalé hasta matarla. Maté y descuarticé a mi mujer, esparciendo después sus restos por los diferentes bosques de la provincia para que se los comieran las bestias. No estoy loco. Lo juro por Dios. Lo sé… ¡la mujer que está en mi casa no es mi esposa!