—Sí tía, por fin sola, que la quiero mucho, pero me vuelve loca —dijo a su
amiga por el móvil, mientras lanzaba unas bragas dentro de la lavadora.
—…¿Exagerada? Ha quitado los interruptores de la luz para sacarles la
mierdecilla de detrás.
Empujó la puerta con el pie emitiendo un click metálico que retumbó en el diminuto
salón, separado de la cocina por una diminuta barra.
—…ya, TOC o algo así, y lo peor es que me lo pega porque estoy lavando las
sábanas y solo ha estado dos días.
Abrió el armario bajo el fregadero y buscó el detergente líquido. Lo alcanzó al oscuro
fondo, y al sacarlo volcó un par de botellas con productos de limpieza. Cerró la puerta
empujándolas al interior sin recogerlas, y tosió con fuerza.
—…perdona, es que como tiene que airear dos veces al día, me he pillado un
catarrazo...
Echó un chorro generoso de detergente en el cajetín de la lavadora.
—...me echo una siesta y luego te escribo… ¡Que no te abandono golfa!
Se tumbó en el sofá y se durmió mecida por el prelavado.
La tos la despertó con la fuerza de una patada en el pecho, pero la patada venía desde
dentro. La garganta, la nariz y los ojos rojos llenos de lágrimas le ardían. Pero no era
nada comparado con la presión en el pecho. El aire escocía al entrar con regusto ácido,
rancio, y explotaba al llegar a los pulmones, que se iban encogiendo.
«¡¿Dónde está el inhalador?!» —pensó.
Miró en todas direcciones sin localizarlo.
Atravesó su garganta un hilo de aire raspando igual que una lija, y encendió sus
bronquios como cerillas.
«¡En la mesilla!».
Apoyándose en la pared, se dirigió a la habitación. Las tres zancadas hasta la puerta
eran una cuenta atrás, ya casi no le entraba aire.
En el tercer paso, resbaló con el suelo mojado. Cayó de espaldas. El impacto en la
cabeza retumbó en su interior como el eco de una piedra cayendo en un pozo.
En la última respiración, identificó el olor del amoniaco y la lejía. El amoniaco y la lejía
que su madre había llevado expresamente para limpiar la casa y que con sus manos
artríticas no había cerrado bien, el amoniaco y la lejía que durante años ella le había
recriminado que eran malísimos para su asma, el amoniaco y la lejía por los que la casa
había sido una corriente de puertas y ventanas abiertas provocándole el catarro, el
amoniaco y la lejía que se habían volcado, que se habían mezclado silenciosamente
mientras dormía, que habían goteado desde el armario formando el charco sobre el que
iba a morir.
Sus ojos se abrieron como platos al aplastarse el pecho, buscando el cuerpo un aire que
ya no le quedaba.
Lo peor no fue la angustia de la asfixia, ni el dolor, ni la absoluta certeza de que iba a
morir, lo peor fue su último pensamiento.
«Mamá, me has matado por tener la puta casa limpia».