LIMBO
El sacerdote caminó despacio hasta la vieja casona seguido por don Gaspar, el dueño de la propiedad, quien, con paso tembloroso, avanzó acompañado por su hija, Laura. En el umbral de la puerta, se santiguó en silencio, sacó de una pequeña maleta su rosario, una estola que besó prolijamente y un acetre: las armas listas y dispuestas para la guerra. Sabía que debía comenzar la batalla, pidió que nadie entrara y comenzó a rociar agua bendita con el hisopo.
Se adentró a la casa con los ojos cerrados, con el crucifijo del rosario en la mano, aferrándose a él como a su propia vida. Se colocó frente a la puerta del sótano y luego de unas cuantas oraciones, convocó al arcángel San Gabriel, el espíritu de Dios más fuerte y el único capaz de dar paz a los espíritus atormentados. Apenas pisó el umbral del lugar más oscuro de aquellas lóbregas paredes, sintió que lo observaban con rencor, que le lanzaban cosas desde los estantes. Era la primera vez que aquellas diez mujeres salían de su encierro, que dejaban de abrazarse unas a otras para arrojar herramientas, ladrillos, piedras.
El aire se remecía con sus gritos. Todas clamaban el nombre de su asesino, acaso por el pavor de encontrarse con su figura en la penumbra, verlo emerger con el cuchillo y la mordaza, para violarlas y descuartizarlas de nuevo; para condenar a sus espíritus a permanecer ahí, penando en la oscuridad más espesa, como si tuvieran conciencia de que sus huesos mutilados, sepultados bajo la dura capa de cemento que él, el monstruo, había colocado para ocultar sus cuerpos.
Afuera, don Gaspar y Laura escuchaban ateridos el bullicio. “Escucha papá, los martillos y serruchos vuelan contra las puertas, debemos rezar con más bríos”. Afuera, no podían imaginarse el cuadro, a ellas aterradas, con los rostros desencajados, esperando ver abrirse la puerta para enfrentar el rostro de su asesino. Pero en lugar del demonio tan temido, emergió un halo de luz que lo iluminó todo. “Soy Gabriel, el enviado”, se escuchó. “Ha llegado el fin de la espera. Es momento de olvidar la venganza. Si vienen conmigo, podrán descansar en la paz del Señor”.
Por un momento dudé del desenlace, pero solo un habitante tan antiguo como yo, que lo ha visto todo desde las guerras de Independencia, puede comprender porqué se quedaron, porqué continúan reclamando justicia, azotando las puertas y ventanas, acechando con furia a los visitantes.
“Vámonos Laura, nunca se irán...”