Nuestro anfitrión había oído que el nuevo delito de las mafias era el
tráfico ilegal de órganos. Leyendas urbanas, por supuesto. Crónicas ficticias
para rellenar noches de fuegos de campamento, o alargar la velada de copas
cuando la tertulia política o futbolera ya no da más de sí.
Que si te cogen una noche por la calle - gente con aspecto
aparentemente normal - y te preguntan por una dirección cualquiera; que si,
mientras se la explicas, llega alguien por detrás y te cubre la nariz con un
pañuelo lleno de cloroformo; que si te llevan a una clínica clandestina cercana
donde te extirpan lo que vayan buscando, te cierran y te vuelven a dejar en el
sitio donde te raptaron…
De chiste, vamos; es que produce más hilaridad que miedo. Vale como
cuento de terror para niños o adolescentes muy jóvenes en una excursión de
scouts, pero ¿para un adulto como yo?
Por eso no podía entender la obsesión de Sebastián de que tuviésemos
cuidado, que había oído que alguien había leído que bla, bla, bla.
Sólo por los años que hemos vivido de profunda amistad, no le quise
decir lo que pensaba: no quería dejarlo en ridículo delante de todos. Aunque sí
hubo un intercambio de disimuladas miradas entre algunos otros contertulios,
en las que costó trabajo aguantar la risa. Aunque ciertamente no sé qué es lo
que nos provoca más las ganar de reír, si la seriedad con que nuestro amigo
nos alertaba o la ingente cantidad de whisky que habíamos tomado ya.
Eran las cuatro de la madrugada cuando abandonamos la casa de
Sebastián. Decliné el ofrecimiento de Mikel de llevarme en coche. No, de
verdad, necesito andar algo y que el aire fresco de la noche me despeje un
poco: he bebido demasiado y dormiré mejor después del breve paseo hasta
casa.
Me topé por el camino con una anciana que dormía en el suelo. Nunca
he entendido que haya pobres indigentes que no tengan una cama, en esta
sociedad tan avanzada económicamente. Ella se giró cuando pasé a su lado:
parece que sólo dormitaba y que se despertó con el sonido de mis pasos. Una
ayudita por favor. Lo siento, señora, no llevo nada.
Mientras le respondía a la pobre mujer, sentí que me mareaba. Excesivo
alcohol. Noté como si perdiera la consciencia y sentí que mi cuerpo caía sobre
el asfalto.
El frío de la mañana y las secuelas de la caída contribuyeron a que
despertase pronto, allí tirado en el suelo. No sé cuánto tiempo habría
transcurrido. Ni rastro de la anciana.
Sentí un terrible dolor de tripa al llegar a casa. Qué mal me ha sentado la
resaca, pensé.
Me quité la ropa, vencido por el agotamiento y el sueño. Al ponerme la
camiseta del pijama, la abrumadora somnolencia impidió que, mientras se me
cerraban de nuevo los ojos, pudiese advertir la cicatriz en el vientre y aquellas
manchas en forma de puntos quirúrgicos.