Un latido retumba en mi cerebro rítmicamente, pero no creo que sea el de mi corazón.
Tic tac, como el sonido de un reloj, se repite golpeando mis sienes mientras intento calmar el temblor de mis manos. Un espasmo se apodera de mi índice cuando decido pulsar la primera letra en mi olivetti. Agarro mi dedo con mi otra mano: “¡quieto!”, me digo a mí mismo mientras reúno todas mis fuerzas para apretar el pequeño botón negro de la letra “t”.
La lluvia crea una hermosa música cuando empieza a repiquetear sobre el cristal de mi ventana. Qué paz, qué silencio desde que ella se fue, aunque a veces el silencio se haga espeso y me abrace en niebla plomiza. Y es que ella siempre supo como alumbrar una estancia, con su sonrisa y su mirada, su cabello pajizo que reflejaba el sol del atardecer una y otra vez, día tras día, dañando mis ojos acostumbrados a la penumbra; y su voz, su voz musical y aguda que pellizcaba mi cerebro con vehemencia día tras día, una y otra vez.
Yo la quería, que digo, la quiero aún. La amo como nunca he amado a otra y me duele su partida como si hubieran descuajado parte de mi interior, como si hubieran rasgado mi estómago y arrastrado mis intestinos por el suelo de mi biblioteca. Espero que ella también me eche de menos, allá donde haya decidido irse, ya que ella nunca hubiera deseado que escogieran en su lugar. Espero que haya tenido esa opción. Presiono la siguiente letra, mi índice apuntando directo a la “e”, poco a poco formando la conocida melodía de la máquina de escribir que ella siempre detestó con fiereza. La lluvia había cesado y el sol asomó entre los nubarrones grises, dejando entrar rayos dorados por la ventana. Inspiré, espacio, “q”. Pronto llegaría de nuevo la noche y yo estaría solo, en la quietud de mi despacho, porque no osaba a volver a salir. Demasiados recuerdos, demasiado desastre fuera de esa estancia recubierta de estanterías de madera, con libros de lomos coloridos atestando las paredes hasta el mismísimo techo. Yo siempre quise ser escritor, aunque mis relatos nunca fueron santo de su devoción. Tic, tac, como el sonido del reloj colgado de la pared detrás de mí. Tic, tac, sin cesar, distrayéndome de mi tarea. “U”. Deseé que ella no me estuviera viendo, pero la sentía, con sus enormes ojos avellana clavados en mi espalda, descansando justo debajo del reloj. No podía girarme y mirar, aún no, así que escribí la siguiente letra: “i” y, como si un espíritu hubiera poseído mis manos, sin más dilación; terminé mi escritura: “ero”. Todo seguido, sin dudar, sin estremecerme. Arranqué el papel y me manché los dedos con la tinta fresca de mi declaración. Soplé levemente para poder doblarla sin arruinar el mensaje, me di la vuelta y por fin pude verlo; su cabello pajizo reflejando el sol del atardecer en destellos dorados. Me acerqué a su cabeza, cuidadosamente colocada encima de sus tomos favoritos, que trabajaban como una especie de columna vertebral encuadernada en piel. Toqué sus labios, aún fríos y férreos por el rigor mortis e introduje la nota en su boca.
A ella nunca le gustó decirme “te quiero”, pero eso ya no sería un problema.