Desperté de madrugada. Rápidamente, miré a mi madre para ver si estaba bien. Dormía plácidamente, con la boca entreabierta, y la enfermedad le hacía envejecer.
La habitación era monótona y aburrida, absolutamente blanca, con una cortina verde que la separaba de la otra inquilina. A la escasa luz del pasillo, la maquinaria hospitalaria dibujaba unas sombras lúgubres.
Ésta era la segunda noche que dormía en el hospital. Recordé lo insistente que había sido mi hijo ésta tarde por teléfono para que fuera a casa.
- No te preocupes cariño, me quedo en el hospital, me vendrá bien estar con ella ―, dije, intentando sonar lo más animada posible.
- Deberías descansar, mamá.
- Lo sé, pero tampoco podría dormir en casa, no después de lo de ésta tarde.
Pum. De repente, un sonido hueco y vacío en el exterior de la habitación me sobresaltó. La única manera de ver lo que sucedía en el exterior era una pequeña y hermética ventana. Me asomé y no vi nada, absolutamente nada. Tan sólo una espesa niebla como nunca había visto antes.
Decidí salir a dar una vuelta para estirar un poco las piernas y ver que había sido el ruido, así que pasé por delante de la otra inquilina, que yacía inmóvil, y me dirigí al pasillo.
Pum. Otra vez ese mismo sonido. Esta vez, aunque no se podía distinguir nada, venía del final del pasillo. Pensé que debería ser algún enfermero o paciente así que llamé.
- ¿Hola?¿Hay alguien? ―dije atemorizada
Pum. La oscuridad del pasillo se acercaba, cada vez más rápido. Retrocedí asustada hacia la habitación. De repente, la otra inquilina se incorporó.
- Adriana ― dijo riendo, con una voz vacía de vida.
- ¡No! ¡No soy Adriana! ― contesté chillando.
Pum. La señora siguió riendo, con una risa histérica que parecía no ser de este mundo.
- ¿No? Díselo a tu madre.
Mientras corría hacía mi madre para despertarla, el sonido era ensordecedor y llegaba casi a la habitación, yo no paraba de escuchar las risas de la señora.
- ¡Mamá!
- ¿Quién eres? ―dijo, igual que esta tarde.
Pum. El sonido se comió las risas de la señora dolores. Entendí que me había llegado la hora. O la hacía recordar o me sumiría en el olvido.
- ¡No! ¡Soy tu hija, Bibiana! ¡Tu Bibi! ¡No me olvides por favor! ― dije llorando, abrazándola.
- Tú me olvidaste primero.
Me sentí perdida, olvidada, y supe que me sumiría en la nada.
Abrí los ojos sobresaltada. Era de día y una enfermera entraba en la habitación. Haciendo caso omiso de ella me abracé a mi madre, que ahora estaba despierta.
- ¡Por favor! ¡No me olvides! ¡Siento haberte dejado! ―dije, llorando.
- No te preocupes cariño. Como me voy a olvidar de ti. Cuando venga tu padre nos iremos.
La enfermera me miró y sonrió ilusionada, intentando animarme.
- ¡Qué bien! ¡Parece que ya se encuentra mejor! ―dijo
- Mi padre murió hace quince años, fue la última vez que nos vimos ―respondí, con lágrimas en los ojos.