Lenguas Muertas
La niebla sube por los muros de las paredes de las viviendas y trepa por las escarpadas montañas. Ningún bullicio la detiene, ninguna voz la atraviesa. La aldea se mueve entre fantasmas carentes de lenguaje. Borroneados, los hombres han perdido las palabras, renunciando al habla. ¡Shhh!
Los discursos del presidente podían sonar como una arenga, a la que desde hacía años nos fuimos acostumbrando, ya que más allá de esos dichos, solo reinaba un absoluto silencio. Era un tipo inteligente, bullicioso, al que admirábamos por su habilidad para manejar el lenguaje y la persuasión.
Los edificios, las calles y los trenes se rodeaban de personajes sombríos y callados que deambulaban sin emitir sonido alguno. Muchas veces pensé que de a poco, los alimentos consumidos nos iban dejando sin palabras y que en cambio, el señor presidente se había nutrido de especies más nobles.
El nudo de la cuestión, parecía estar oculto en los líquidos que se bebían, especialmente en esa leche que desde niños nos obligaban a tomar, por la tarde, y que en pocos años terminaba dejándonos mudos.
Debido a la ausencia de voces, nos acostumbramos a vivir con la televisión prendida en la que, por cadena nacional, escuchábamos las proclamas repetidas a diario.
Una vez más, sentada frente al televisor, recordé mis años de niña, cuando luego de peinarme cuidadosamente, mi madre sintonizaba el canal, para que el capitán Piluso, desde el aparato ubicado en la parte superior del modular, me viera, prolijamente vestida, tomando la taza de leche, apoyada en la mesita de la sala.
Aquella leche era bebida frente a ese capitán que nos juzgaba con su mirada risueña. La leche que quizá fuera la causante de la destrucción de nuestra lengua de niños.
El presidente continuaba hablando cuando me paré a servirme otra taza de café. Antes de salir de la cocina, el aparato del plasma de cincuenta y cinco pulgadas estalló. El estampido me sorprendió.
Al darme vuelta lo vi de cerca. La mirada penetrante. Sus ojos negros llenos de ira. El gesto duro con el cual me obligó a sentarme nuevamente frente a la pantalla hecha añicos. Temblé. Quedé paralizada. El presidente estaba allí.
Parado frente a mí, continuó con su arenga. Intenté balbucear algo sin lograr articular palabra.
En ese entonces mi madre ya había muerto y a mí, desde hacía más de diez años, se me había ido deshilachando la lengua hasta que, como el resto de los mortales, calle definitivamente.
Él era el único que conservaba el don de la palabra, yo solo podía oírlo sentada frente al aparato. Cuando bebí el último sorbo de café, una sustancia gelatinosa cubrió mi dentadura, un pequeño resto de lengua quedó atravesado entre mis muelas.
El mudo sonido de la neblina gris envuelve las bocas vacías, hundidas entre las mejillas de nuestros rostros. Quiero decirlo, pero no puedo, no puedo. Ya la he perdido. ¡Shhh!
Seudónimo: Erda