Era traficante de perros. Me dedicaba, en particular, a los perros Chow-chow. Los traía en camión de granjas polacas y ucranianas para venderlos aquí a precio de criadero lujoso. En torno a los años noventa hubo una verdadera fiebre por los Chow-chow, todos los niños querían uno por navidad y ese grupo de música tan gracioso les hizo una canción. Así, llenaba el camión de perritos sedosos, de mirada indolente, que rebotaban unos contra otros por las carreteras de media Europa como blandas pelotas vivas. Al llegar siempre me encontraba alguno muerto, con su lengua azul desparramada entre los dientes, y a los otros que olisqueaban su cadáver y me miraban desconcertados.
La Noche de Reyes estaba cerca y traía un cargamento importante. En Le Perthus, un compañero (especialista en el tráfico de Bedlington terriers) me comentó que la Guardia Civil había puesto un control a la entrada de La Junquera. Quise arriesgarme. Durante la persecución que siguió, logré despistar a los agentes en una carretera comarcal en dirección a La Vajol. Caía una ventisca y el paisaje era una bruma gris, dolorosamente fría. Un escuálido puente románico atravesaba el curso del río Gou. Paré al otro lado, abrí el cajón. Lo incliné para descargar. Desde la ribera vi la cascada de perros que caían al agua helada, ladrando lastimosamente. Los Chow-chow flotaban en el río como esponjas tropicales, apenas haciendo el esfuerzo de manotear contra la corriente. Uno me miró fijamente con sus ojos nimios antes de desaparecer en un meandro. Luego pude bajar de las montañas, despreocupado. Me había librado de una buena multa.
Unos días más tarde llegué a casa. Fui directo a la ducha. Pasé un tiempo inusual allí dentro, dejando que el agua caliente dejase su impronta roja en mi piel. La puerta entreabierta dejaba escapar el vapor y, al salir, todo el piso estaba desdibujado por aquella neblina artificial. No vi sus huellas en el suelo encharcado, deslizándose bajo la puerta y formando un concurrido camino hasta el salón.
Puse la tele, me senté a cenar en la mesa camilla con el brasero encendido. Ya debía llevar un rato sonando aquel pitido agudo que atribuí primero a la tele, luego a la lejana alarma de un coche, hasta que noté la patita húmeda que se posaba en mi rodilla, bajo la mesa camilla. Era un perro imposible que gimoteaba. No quería mirar bajo la mesa, y el perro, impaciente, me arañaba la pierna y no dejaba de gimotear. Agarré el borde de la tela y la levanté lentamente, sabiendo que el horror me esperaba allí abajo. Miré, y el Chow-chow me miró a su vez, anhelante, como pidiéndome un paseo. Tras él estaban todos sus compañeros, todos los rostros empapados y fríos de los Chow-chow, con ojos brillantes y sus largas lenguas azules que caían hasta el suelo. Empezaron a lamerme, juguetones al principio, luego con voracidad, y yo no podía moverme. Pronto alcanzaron el hueso.