Langostas
Todos sentimos remordimientos la primera vez que cocinamos uno. Ponemos el agua a hervir
y vemos sus movimientos atontados dentro de la canasta; porque hay que darles un golpe en
la cabeza, pero sin matarlos, porque sino la carne se pone dura. Y el agua comienza a echar
vapor y nos va entrando como un miedo ajeno; una angustia mordiente de sentir que estamos
a punto de cometer una atrocidad. Pero no, hijo, son apenas unos segundos; prácticamente no
sufre; te pasa con el primero, pero luego te acostumbrás. Y en un espasmo de horror te
imaginás a vos mismo cayendo allí, ardiendo despellejado. Al fin el agua hierbe, y debés
agarrar y hacerlo. Lo tomás con cuidado, levantas la tapa de la olla y lo arrojás al infierno. El
humano retuerce sus brazos, sus piernas, quizá hecha un grito; y vos apretás tus pinzas
deseando que pase pronto, y tus antenas vibran erizadas, y te decís que no podrás disfrutarlo;
que al tragar su carne delicada te sabrá a culpa, y no podrás quitarte de tu mente cómo el
bicho se tapaba los ojos mientras se retorcía, mientras gritaba y se retorcía en el agua
hirviendo.