La primera vez que oí la voz yo tenía dieciséis años. Fue mientras grababa chistes en un radiocaset para enviarle la cinta a mi hermano, que estaba haciendo la mili muy lejos de casa. Cuando me puse a escuchar lo grabado, una voz repentina, espesa y enérgica me cortó la respiración: “¡No llegarás a vieja!”. Demudada de miedo, la reproduje varias veces más para cerciorarme de que, en efecto, eso estaba ahí. A continuación la borré, o intenté borrarla, pues, en los dos segundos de silencio que grabé encima, la misma voz volvió a aparecer, con la misma frase y tono amenazantes: “¡No llegarás a vieja!”. Aterrorizada, temblando, avancé la cinta, pulsé REC y grabé mi llanto y mis súplicas, le pregunté quién era y por qué me decía eso, le pedí que se marchara, que no quería volverla a oír, que me dejara en paz. Y la voz, impasible, por encima de la mía, lo repitió: “¡No llegarás a vieja!”.
No se lo conté a nadie. Hice por olvidarme de aquello. Y lo conseguí, incluso después de haber caído en la debilidad de volver a poner a grabar una cinta, semanas después. Fue inmediato: “¡No llegarás a vieja!”. Pasó un año y mi hermano regresó de la mili. Y se casó. Y la boda fue grabada en vídeo. Y lo visionamos en casa, con toda la familia. Y cuando la cámara pasaba por la mesa de los jóvenes, en el banquete, y llegó a mí, que hacía burlas, la voz, grabada en la cinta, se superpuso claramente al jaleo de los comensales y brotó por las rendijas del televisor: “¡No llegarás a vieja!”. Y todos la oyeron, pero no tuvieron tiempo para la extrañeza, pues los gritos de mi ataque de pánico lo ocuparon todo.
Fui internada en un psiquiátrico para adolescentes, varios años, hasta que la locura del terror a morir joven pasó y con ella mi grave ansiedad. Uno de los psiquiatras que me trataron, escéptico y prepotente, quiso hacerlo. Grabó conmigo, en su despacho, y me ordenó que me marchara. Y a la media hora volvió a requerirme, menos prepotente, menos escéptico, más pálido y condescendiente, y volvió a activar su magnetófono. Y poco después de los experimentos ese médico se dio de baja y terminó abandonando la clínica.
Hoy tengo 62 años. Supongo que he llegado a vieja. Y hoy, por primera vez desde que salí del psiquiátrico y recompuse mi vida, libre de miedos tras haber nadado en ellos, he vuelto a poner en marcha un dispositivo de grabación, el de mi móvil. Y he dicho: “Hola, voz, aquí estoy, llena de canas y arrugas, ¿qué tienes que decirme?” Tras unos segundos de silencio, la voz, la misma voz, pero en otro tono, en un tono hastiado y casi suplicante, me ha respondido con un mensaje distinto: “No te conozco, déjame tranquila”. Pero se lo volveré a preguntar mañana, hasta el día de mi muerte.