Glenda había aprendido a sobrevivir en la Prisión de los Aullidos. Los que vivían en las proximidades sólo escuchaban los gritos de pánico que inundaban las noches. Pero tenías que estar dentro, encerrado, para descubrir el verdadero horror.
Llegaba cuando estabas encadenado a la pared de la mazmorra, en fila con el resto de presos, rezando porque hoy no apareciese. Nadie sabía su nombre, pero lo llamaban el espectro devorador.
Aquel ser etéreo, de forma humana, con la piel deshaciéndose, mostrando una calavera sin ojos entre jirones de carne, se deslizaba en silencio cada pocos días, hambriento, atento a los ruidos de su alrededor. No te veía, pero sí que te escuchaba. Te oía gemir cuando se acercaba, sentía tu respiración entrecortada, percibía el apresurado palpitar de tu corazón. Entonces, se lanzaba sobre ti y absorbía tu alma. Tú gritabas, de terror o de dolor, quién podía saberlo, pero lo hacías agónicamente. Y morías. Y los que vivían en las proximidades sólo escuchaban tus gritos de pánico inundando la noche.
Glenda había aprendido a aguantar la respiración y a no moverse, encadenada a la fría pared de la prisión. El espectro siempre había pasado de largo y nunca le había prestado atención. La mayor parte de las veces alguno de los nuevos, ignorante de lo que le esperaba, inmovilizado al principio de la fila, justo por donde surgía el monstruo, mascullaba horrorizado. Entonces el espectro devorador actuaba rápido y volvía a su mundo, satisfecho.
Todo el que sobrevivía aprendía a no cometer el mismo error.
Lo más importante era no contar nunca nada a los presos recién llegados. Lo segundo, ser siempre puntual a la hora de volver a la celda, cuanto más lejos del punto de entrada del ser, mejor. Lo tercero, aguantar la respiración y cerrar bien los ojos. Glenda sólo necesitaba aguantar así otros diez años.
Pero hoy el espectro devorador estaba avanzando rápido, ignorando a los cuatro silenciosos primeros reos. Se acercó a Glenda, se giró y la miró con sus cuencas huecas. Glenda estaba segura de no haber emitido ningún ruido, no podía haberla oído, sólo debía estar tanteando. Pero era espeluznante. Aun con los ojos cerrados sentía el cara con cara, el aliento con aliento, la mirada vacía escrutando lo que no podía ver. Sólo sabía que, con aguantar unos pocos segundos, estaría a salvo.
Por fin sintió cómo se alejaba. Abrió los ojos para descubrir que había pasado de largo. Sabiéndose afortunada, se permitió relajarse.
Y, entonces, se le escapó un inesperado suspiro de alivio.