Íbamos de camino, a la casa del pueblo, tres generaciones de Álvarez varones. Mi abuelo, mi padre y yo. En un viaje iniciático y para cerrar las heridas abiertas.
El caserón, de esos típicos de la mancha, olía a cerrado. Era algo normal, llevaba al menos un año sin ventilarse, justo desde que mi abuela había sido hospitalizada. Incluso después del entierro, ninguno quiso pisar la casa. Demasiados recuerdos allí con ella, quizás. Así que aquella sería la primera vez que pernoctaríamos de nuevo después de la despedida.
El salón era acogedor y calentito. La vieja chimenea no necesitaba de mucho esfuerzo para calentar el pequeño habitáculo. Por el contrario, las habitaciones del piso superior, se mantenían gélidas aquella noche del frío marzo. Mi padre y yo compartiríamos una, mi abuelo, por el contrario, permanecería en el piso inferior en la habitación conyugal ahora solitaria y llena de tristezas para él. Ay, mi María, se lamentaba cada poco rato.
—Vamos a la cama. —Me apremió mi progenitor.
—Aún es pronto. —Repliqué yo.
—Mañana nos iremos aún más pronto y te quejarás porque tienes sueño. —Sentenció él
No hubo más que discutir y me hizo subir. La habitación era aquella que siempre me había creado desasosiego en la noche. Estaba llena de esas muñecas, algunas pintarrajeadas, seguramente por las travesuras de alguna de mis tías durante la niñez. Yo solía evitar mirarlas, sobre todo durante la noche y pese a mis trece años. Pero creo que mi padre, pese a sus cuarenta y tantos, hacía lo mismo.
El día de aquí para allá me hizo dormir antes de lo que pensaba. No tuve que batallar con la extrañeza de la cama. Quizás pasaron dos o tres horas, no muchas más, pues, cuando abrí un ojo para ojear la noche, aún esta era cerrada fuera y solo la luz de la farola solitaria de la calle Angosta iluminaba algo de la estancia. “Jolín, hace demasiado frío hoy”, pensé. Y así era. Parecía como estar durmiendo en la nevera y las tres mantas que pesaban más que un muerto no hacían nada por calentar. Oí a mi padre revolverse entonces, quizás le había despertado con mis cambios de posición. “Se enfadará si no le dejo dormir”, me dije en mi mente.
No pude pensar más en su posible regañina, porque un crujido de la silla junto al pequeño armario me alarmó. Mis sentidos se pusieron en alerta, tanto, que me pareció que alguien se había sentado allí. Me tapé la cabeza guiado por el instinto. Pero el frío se notaba igual, por no hablar de la sensación de miedo. Conté hasta cien, desde niño esa técnica me ayudaba a cambiar los pensamientos de mi mente.
—Miguel —dijo una voz entonces.
El respingo debió sonar en toda la casa, me cubrí más sin preocuparme ni por el oxígeno. Al final, rato después me volví a dormir. A la mañana siguiente mi padre me hizo una pregunta.
—¿También la viste anoche?
—Solo la oí.