La sábana manchada, casi negra, apelmazada en el pliegue en contacto con la venda que protege el muñón, se presenta a sus ojos como signo inequívoco del color que irá tiñendo su futuro inmediato. Donde debería estar su brazo izquierdo, un doblez de la camisa subraya otra ausencia, en un corte grotesco que delata la urgencia de la operación. La mano y el pie de las extremidades que conserva también han sido mutilados y curados. No siente ningún dolor, lo cual le permite concentrarse plenamente en el horror. La asimetría espantosa que ahora contempla contrasta con la vida de orden que ha tratado de llevar hasta ese momento. La crispación de su mirada se ha tragado por completo la arrogancia, arrastrando con ella cualquier rastro de masculinidad. El joven procura calmarse y recompone, a modo de evasión de la locura o intento de comprensión, los últimos recuerdos: su voz calmada, segura; sus fríos ojos azules como escudo perfecto a la amenaza atropellada del doctor; el sabor de la piel de la recién casada aún en la boca. Y su estudiada fanfarronería: “El artista no debe tener impedimentos morales, la amoralidad del artista es una obligación que obedece a un fin mayor: abrir las puertas a mundos que para la mayoría siempre permanecerán cerradas. Las manos del artista aspiran a la inmortalidad y están sometidas a la belleza.” En este punto, el artista se devuelve al presente, rueda sobre sí mismo y cae al suelo con estrépito. Entonces vislumbra lienzos impolutos, apilados, pinceles a estrenar, tubos de pintura de múltiples tamaños y colores. Invierte un momento en apreciar la fina crueldad, y trata de arrastrarse con el auxilio de su única pierna y su único brazo incompletos hasta la puerta. Tras extraordinarios esfuerzos consigue sostenerse sobre su única rodilla apoyando su único codo en la pared. Observa durante largos segundos el pomo redondo, el pestillo descorrido, y comienza a sudar con profusión. Una sed terrible empieza a abrasarle la garganta, y sus sentidos le orientan hacia un frigorífico entreabierto, en una esquina de la habitación. Serpentea hasta él, se ayuda con la cabeza, y en el interior descubre decenas de botellas precintadas de agua fría, y también abundancia de comida envasada al vacío. Sus ojos, desacostumbrados a inclinarse, tropiezan con algo más, y por primera vez se asoma a ellos una lúcida desesperación. Abatido, reúne sus últimas fuerzas para descansar la espalda contra la pared, y enfrentado a la cama ensangrentada, remonta la mirada hacia el único elemento decorativo del dormitorio: contempla entonces la belleza desnuda de su última obra, maldice su título premonitorio y entorna los ojos en busca del valor necesario para, también por primera vez, morderse la lengua.