Había dos salidas. Así que solo tenía un par de alternativas para abandonar aquel espacio casi vacío, sin ventanas, en el que apenas se distinguía lo que parecía una bolsa con basura, un escritorio y una de esas guillotinas de reprografía para cortar papel de la que se adivinaba su antigüedad por el óxido que se apreciaba como una salpicadura en la hoja.
Estaba la puerta por la que entró y la que se enmarcaba en el lado opuesto de la habitación, en cuya parte superior se leía “SALIDA” sobre una placa verde reflectante, que era el único objeto que ofrecía luz a la estancia tras el apagón del edificio. No podía retrasar su partida porque el aviso estaba dado y una sirena ensordecedora no le dejaba escuchar ni sus propios pensamientos.
Decidió deshacer sus pasos e irse por donde vino; al ver con dificultad, extendió los brazos para no tropezar con los escasos objetos que había, se giró para retroceder, abrió la puerta, quedó paralizada durante unos segundos por el miedo y, aterrada, cerró de golpe. Palpó la madera, encontró un cerrojo y lo echó a la vez que dio la vuelta y corrió al otro extremo de la habitación, hacia la puerta de salida.
El agudo sonido de la sirena era cada vez más intenso, casi inaguantable; lo que le agitó más pensando que el peligro se aproximaba. Cuando abrió la puerta, su respiración se cortó, se le saltaron las lágrimas y su instinto la llevó a agacharse, rodar sobre sí misma y cerrar desde el suelo empujando con los pies con toda la fuerza que el terror le permitió.
Arrastrándose y avanzando con codos y rodillas, regresó a la puerta de entrada; tardó porque el ruido, que seguía en aumento, la desorientó e hizo que chocara contra el escritorio, que este se tambaleara y que cayera al suelo la antigua guillotina. Recondujo su camino y, a pesar del pavor, atinó a quitar el cerrojo y, al abrir, se percató de que era demasiado tarde.
De nuevo, aseguró la puerta y se puso en cuclillas, como si así se protegiera del pánico que sentía, tapándose las orejas para mitigar el ruido de la sirena; Dios, ese sonido le producía una ansiedad inexplicable y le limitaba pensar con cordura. Lo que sabía era que ya no podía salir de allí. Lo había visto, lo había sentido, no soportaba lo presenciado tras cada una de las puertas y el tiempo se le agotaba...
El miedo y el ruido provocaron que corriera enloquecida de un lado a otro de la sala y que, finalmente, tropezara con la bolsa y cayera frente a ella... El ángulo reflectante de la señal de salida coincidió en iluminar mejor el bulto; la bolsa se abrió y pudo reconocer una oreja seccionada... Estaba repleta de ellas.
Entonces comprendió que no era óxido lo que ensuciaba la hoja de aquella guillotina. El ruido era insufrible, turbador... y sopesó que esa era la última salida.