La noche cayó sobre una vereda estrecha. La maleza entorpecía su paso. Caminaba a tientas en
la oscuridad debido a la avería de su linterna. Lorena estaba sola y no podía dar media vuelta.
Un repentino y gélido frío se apoderó de ella como una posesión demoníaca. Su pulso se aceleró
hasta alcanzar un ritmo frenético. El corazón de Lorena quería abandonar aquel cuerpo maldito.
Miró hacia atrás y sintió pavor. La sombra alargada de un recuerdo feliz se prolongó a lo ancho
y saltó hasta engullirla.
El umbroso y angosto sendero se estrechó todavía más. Estaba acorralada por tenebrosas
paredes intangibles. Un maligno poder la sometió cuando intentaba rehuir el insoportable
horror. Lorena se detuvo en medio de una espesa bruma de confusión. Valoró la situación con la
escasa paciencia que logró reunir. Era apremiante, debía escapar de las tinieblas de la ruta sin
nombre. Incapaz de hallar una explicación a su ubicación, recordó con extenuante esfuerzo los
pasos que la condujeron a la vía acotada donde se hallaba. El sudor bañó con furia su
voluminoso cuerpo. Una taquicardia sísmica la sacudió con inclemente violencia.
Corrió a toda velocidad, primero hacia el Sur y después con rumbo al Norte. El lóbrego camino
que atravesaba comenzaba a astillarse en su corazón, incrustado por el soplo fulgurante del
terror. Lorena volvió a detenerse. Miró alternativamente de izquierda a derecha: solo halló una
cortina opaca de consternación. De pronto, un ejército de emociones muertas se presentó frente
a ella, portando un negro estandarte y alzando un objeto metálico carente de brillo; era su
féretro.
No sabía si se trataba de un vaticinio o una cruda alucinación, pero de algún modo, sintió que
era la antesala de la muerte. Un genuino escalofrío la petrificó. Ahora estaba segura, ¡era una
premonición! Escapó apresurada, resollando, de la representación infame de sus sentimientos
por la vereda umbría que no tenía fin en sus extremos. Encontró, a la postre, una dirección
adecuada, al menos eso le susurraba su desesperada intuición. El instinto de supervivencia se
abrió paso entre las punzantes plantas rastreras que entorpecían su andadura. Avanzó con fervor,
galopando estremecida sobre sus piernas, que se movían con la inercia del pánico.
Tras más de siete años recorriendo aquella tenebrosa ruta, alcanzó un punto negro donde
terminaba. Se asomó por el sombrío precipicio, y sin paracaídas ni certeza, saltó enajenada al
vacío de lo desconocido. Mientras flotaba en una asfixiante maraña de escenarios
probabilísticos, uno de ellos se grabó a fuego en el seno de su destino: heredaría el bar de su tía
María, y allí, su sueños se desvanecerían paulatinamente con el inexorable devenir temporal.