Entonces, en la calle Garrucha veintitrés había un hospicio regentado por Las Madres Mercedarias de la Purísima Concepción de Jesús. Cuentan que al principio era mixto, aunque con el tiempo acabó por ser femenino; al parecer, tras aquellos muros de yeso pardo, sólo las niñas conseguían sobrevivir a la meningitis, o al sarampión.
Justo por eso, cuando una mujer se adentraba en esa calle para entregar a su hijo a las hermanas, bien por enviudar pobre, o por haber encontrado trabajo como interna, eran los propios vecinos y transeúntes quien le susurraban al paso:
“Ahí dentro sólo sobreviven las niñas, Señora. Si deja al chico, que Dios se apiade de su alma”.
Aun así, a muchas no les quedaba otra. Sobre todo, la que tenía que emigrar, o la que trataba de deshacerse de la evidencia de su pecado. En cualquier caso, era entregarlo a una muerte segura; porque, aunque las hermanas ponían a cada ingresado en cuarentena, para evitar contagios del exterior, ninguno pasaba, nunca, de la primera semana.
Así, dentro del hospicio, un centenar de niñas iban a las clases impartidas por La Orden, dormían todas en la única cámara dormitorio, y desayunaban, en silencio, en el mismo comedor abovedado; en el que el eco del tintineo, entre cubiertos y platos, daba la impresión de que se estuviesen usando solos.
Aparte de hablar, Las Hermanas les tenían prohibido que bajasen al comedor con el pelo suelto, porque:
“Cada cabello sin trenzar, con la pulcritud y humildad debida, es un filamento que llama al Diablo”.
Por esta razón, a toda la que bajase sin la trenza adecuada, se le motivaba con un día de ayuno. Algo muy duro a su edad, aun cuando era ocasionalmente; pero sobre todo para las niñas incapaces de aprender.
La Madre Superiora era inflexible, sobre todo en esto, y sólo cuando alguna se desmayaba, tras días sin comer, dejaba que la llevasen a la enfermería; para que pudiera recuperarse un poco, y vuelta al suplicio.
Las niñas peor peinadas eran siempre las más flacas; porque la que sabía trenzarse el pelo nunca ayudaba a sus compañeras. Además de estar prohibido, para que así quedasen más raciones sin comensal; ya que cada Hermana solía consentir que su preferida repitiese algún plato.
Una mañana, justo antes de que también empezasen a morir niñas, una hermana se dirigió a la Madre Superiora:
Madre, la nueva no sabe recogerse el pelo...
Pues parece que lo lleva muy bien, Hermana.
La he visto intentarlo desde que llegó, justo antes de que bajemos a desayunar, y no hace sino revolvérselo más...
¿Qué trata de decirme, Hermana?
Pues que sólo cuando todas las demás ya están sentadas, desayunando, entra en el comedor con una trenza de perfecto macramé; un tanto... ofídica, si me permite la expresión, Vuestra Reverendísima Madre...
¿Y?
Pues que, si tiene la bondad de fijarse, mañana podrá ver que siempre, justo antes de dirigirse a su sitio, se vuelve hacia el umbral oscuro del dormitorio y dice: Gracias.