Poco a poco, fue dejando de ser consciente de todo cuanto ocurría a su alrededor. El sonido del
segundero lo mecía. Tic, tac. El reloj fue tornándose borroso ante sus ojos. Era la una y cinco,
donde el horario y el minutero se funden en uno. Las agujas parecieron alargarse. Las plantas se
agitaron y el rocío cayó sobre la tierra, con tal caudal y vehemencia que terminaron por cavar un
modesto cauce. El río resultante no era violento como cabe esperar de un torrente repentino, sino
muy calmo. Ni un viento en contra, solo una leve corriente hacia el oeste. Una leve bruma gris
cubría el horizonte. Transmitía una extraña sensación de paz. Tic, tac.
El chico había comenzado a tener un poco de frío cuando el barquero tiró de sus ropas para
acomodarlo sobre la balsa. Era huesudo, barbudo, y una gran capucha ocultaba su rostro. Tendió
la mano hacia el muchacho, reclamando su pago. El chico pensó que la misteriosa figura codiciaba
el querido reloj de su padre. Las largas uñas del anciano se extendían hasta casi tocarle las
mejillas. Al final, presa del pánico, decidió ofrecerle su preciada herencia. El viejo cogió el reloj
y lo estampó sobre la cubierta de la barca con una fuerza descomunal, haciendo el cristal añicos.
Desde el piso, el minutero del reloj creció y creció, y su acabado metálico metamorfoseó
paulatinamente hasta convertirse en madera. La horaria, en cambio, asumió la tonalidad dorada
de un óbolo y la apariencia de una rama. El chico, como impelido por una fuerza mayor, supo lo
que debía hacer. Mientras sostuviera la rama entre sus manos, el barquero no supondría una
amenaza. Tic, tac. Valiéndose del minutero, el osudo hombre impulsó la barca hacia delante. El
chico miraba anonadado hacia los lados, sin ser aún muy consciente de lo que sucedía. El caudal
de rocío era franqueado por siluetas antropomorfas que miraban al barquero con lástima,
suplicantes. El tiempo allí no discurría con normalidad. La niebla invadía el aire de una quietud
freudiana, y el eco que causaba el balanceo del segundero cada vez sonaba más lejano. Tic,
tac...tac...tac...
No fue consciente de cuánto rato pasó en la barca vagando las aguas junto a la tenebrosa presencia
del barquero, cuando de pronto divisó en la orilla una sombra cuyos andares reconoció.
Desesperado intentó saltar por la borda, pero el barquero lo sujetó. Fue entonces cuando la rama
dorada se escurrió entre los dedos del muchacho. Con un leve chapoteo, la vieja aguja horaria se
hundió entre las lágrimas del rocío y desapareció a la vista de los mortales.
Una voz de ultratumba surgió entonces de lo más profundo de la caja torácica del cadavérico
batelero:
-Es hora de partir.
Daniel R. Iglesias La travesía
2
Cuando volvió en sí, aún se encontraba en el mismo banco. Su traje estaba seco, sus zapatos
húmedos por el rocío. Miró la hora, pero ya no quedaban agujas que la marcaran.