Mientras duró el Retiro mi intelecto aceptó sin demasiadas reservas la novedosa información, a pesar de que la propia mente había sido catalogada desde un comienzo como el peor enemigo del aspirante espiritual. El Maestro había insistido en que antes de intentar poner en práctica las técnicas que habíamos aprendido debíamos purificarnos y desarrollar una larga serie de virtudes descritas con precisión en las Escrituras. Según éstas, la mejor forma de eliminar nuestras imperfecciones era a través del servicio desinteresado a la humanidad, ofrecido como acto de adoración a un poder superior y realizado sin apego al resultado.
No bien me alejé de aquella atmósfera tan especial, mis viejas tendencias se manifestaron con más fuerza de lo que lo habían hecho nunca. Pensamientos de desconfianza comenzaron a asediarme: ¿por qué tenía uno que sacrificarse por los demás?; ¿acaso habían hecho ellos algo por mí? La solución idílica que nos habían planteado no armonizaba bien con la realidad a la que me enfrentaba día tras día. En cuanto a la mente y sus peligros, me sentía capaz de dominarla, y estaba convencido de ser el único que podía orientarla en la dirección más favorable a mis intereses. Tras estos razonamientos y otras consideraciones de índole similar, decidí que debía dar un paso adelante y olvidarme de tantas precauciones. Sólo los cobardes aceptaban los límites impuestos desde el exterior, razoné; seguramente el Maestro había tratado de intimidarnos al objeto de que únicamente los más audaces tuvieran ocasión de alcanzar el cuarto estado de conciencia y experimentar la gloria suprema.
Pedí unos días de permiso y me trasladé al refugio de montaña pertrechado con los adminículos indispensables para realizar el ritual de acuerdo con las estrictas reglas impuestas por la tradición. Había estudiado a fondo todos y cada uno de los pasos de la trascendental ceremonia de adoración, y había repetido innuerables veces las sílabas sagradas hasta dominar su pronunciación. Vestido completamente de blanco, me arrodillé y puse mis cinco sentidos en la correcta ejecución de los actos sagrados.
Finalizado el proceso me postré ante el altar; acto seguido me senté expectante en la postura de meditación, con los ojos cerrados. Al principio no sucedió nada, y ya empezaba a quedarme adormilado cuando percibí un pitido anormal en mi oído izquierdo; el áspero zumbido fue creciendo en intensidad hasta alcanzar un volumen prácticamente insoportable. De pronto, sentí cómo una energía extraña penetraba en mi interior y agitaba mi cuerpo con violencia, provocándome un vómito incontrolable. De mi boca comenzaron a salir todos los utensilios que había utilizado, entremezclados con un líquido legamoso y pestilente. Una fuerza irresistible tiró de mí hacia arriba y me vi saliendo del cuerpo a gran velocidad, rodeado por sombras oscuras que se arremolinaban a mi alrededor adoptando siluetas horrendas. Intenté gritar para pedir auxilio, pero lo único que conseguí fue provocar un estallido de espantosas carcajadas. Aterrado, comprendí la trampa que me había tendido esa mente astuta y perversa en la que tan imprudentemente había confiado.