He vuelto a vivir la misma escena de pánico. He vuelto a temblar y rezar con prisas.
Sigo poseído por un miedo ancestral que se me escapa de las manos. Hace mucho que
no habito esta ciudad, este barrio, esta escalera… pero la pesadilla me visita sin falta
cada vez que vuelvo. Mi infancia transcurrió aquí, feliz hasta que nacieron mis
experiencias terroríficas en la tercera planta. Solo vuelvo para renovar el contrato de
alquiler de mi inquilino, un viejo amigo impedido en cama, que no puede acudir a
ningún otro punto de encuentro. Una vez al año, tengo que enfrentarme al horror que me
produce la tercera planta.
Tengo muchas dudas de lo que sucede en realidad, pero muchos entendidos en
parapsicología y ciencias ocultas, aseguran que en algunos lugares existen sombras de
magnetismo espiritual desestabilizadas, que impiden a las almas de los muertos salir del
entorno material para seguir su travesía en el más allá. Los muertos se convierten en
presos eternos del mundo.
Enrique era un buen amigo. Sentí mucho la muerte de su madre. Vivían en la tercera
planta. Esa noche, la difunta permanecería custodiada en su ataúd para ser velada por
familia, amigos y espectros cercanos.
Era invierno, un día triste y desapacible. Toldos y persianas confeccionaban una
sinfonía de golpes inquietante. No era una buena noche para sentirse tranquilo. Yo pasé
la tarde jugando con Federico, justo vivía en el bloque de la esquina. Mientras caminaba
de regreso me pareció que algo o alguien, susurraba mi nombre desde un punto
impreciso. No quise hacer caso, no me convenía. Debía subir siete plantas a pie hasta
llegar a mi casa y sentirme a salvo. Mi intuición sensible estaba en alerta. Por mi edad,
no podía subir solo en el ascensor, un ascensor que funcionaba con ciertas anomalías
macabras, que obedecía mandamientos esotéricos. Era consciente de que una persona
muerta podía salir a mi encuentro y secuestrar mi voluntad, alimentarse de mi energía y
convertirme en un espantapájaros sin la sangre de la vida.
Cuando llegué al segundo piso presioné el interruptor de la luz de la escalera para tener
tiempo de atravesar el rellano del tercero a toda carrera, pero al llegar al mismo, se
apagó la luz y contemplé como una densa niebla se dirigía hacia mí. Fue la primera vez
que sentí un aliento de muerto acariciar mi piel. Todo estaba oscuro como la noche,
cuando una mano gélida rozó mis mejillas. Bajé alocado al vestíbulo y me refugié en el
ascensor. El ascensor subía despacio, a trompicones, pero no llegó al séptimo piso, se
quedó paralizado en el tercero. Arrastraba la puerta hacia adentro para evitar que
alguien la abriera desde el exterior, mientras escuchaba un hiriente alarido proveniente
de la tercera planta. Pulsé todos los botones con urgencia hasta que el ascensor decidió
subir con sarcástica parsimonia hasta mi casa. La muerte se me manifiesta desde
entonces. No tengo fuerzas para superar el pavor a la tercera planta.