La santa compaña
Una noche, volviendo de una juerga, el coche de nuestro amigo Teo volcó aunque
afortunadamente salieron ilesos tanto él como Samuel. Al año del suceso, Teo quiso
invitarnos a una cena para conmemorar su suerte organizando algo especial, intenso. Él
ya no era el bonachón mofletudo al que todos queríamos. Las ojeras habían perforado su
rostro dando testimonio de que no dormía y de que vivía mortificado. Cuando se ponía
muy serio a nosotros nos daba por frivolizar, sobre todo a Samuel. Cierto es que nos
reíamos sin piedad, a veces acariciando la crueldad.
Nos alborotamos cuando supimos que Teo nos llevaba a la bodega, un local antiguo
rehabilitado y de moda, especializado en cenas y celebraciones temáticas. Se llamaba La
Santa Compaña y se sabía que, como bodega con solera, contaba con un laberinto de
galerías subterráneas forradas a base de negros toneles que acunaban el polvo de siglos
de enterramiento sepulcral. Hablaban maravillas de sus vinos, de las catas y las
excursiones a los bajos fondos.
En mi memoria tengo lagunas sobre aquella noche, no recuerdo cómo arrancó todo,
ni la hora ni el momento en el que entramos. Sobre aquello mis evocaciones llegan
deformadas y desordenadas. Sé que brindamos jocosos mientras me fijaba que las velas
reflejaban en la pared de la cripta las sombras de aquellos toneles, acosándonos como
espectros de una pesadilla febril. Percibía un olor dulzón al paladear el vino. Sin duda
ya ebrio, yo exhalaba ese aroma, pura hipnosis ascendiendo por mi nariz hasta mis ojos.
Contuve la respiración un instante y un rancio olor a cirio ardiente me sacó de un trance
para arrojarme a otro. Ahora deambulábamos por interminables pasillos angostos
atravesando encrucijadas inquietantes. Luego, todos lloraríamos sentados en otra escena
en la que, sentados a una mesa, participábamos de un menú demencial mientras
suplicábamos a Teo no sé muy bien el qué, quien a su vez desfigurado por el odio
agitaba colérico a Samuel intentando ahogarle entre sus manos. En otro momento
volvieron las sombras a la pared, pero esta vez eran las nuestras. Marchábamos
penitentes, cargados con algo muy pesado, se trataba de la pena de Teo, tenía forma de
ataúd y un nombre escrito que sé que era el del fallecido de aquel accidente. Al fondo
Samuel esperaba con los brazos abiertos para recibir nuestra carga.
Es cuanto recuerdo, no estoy seguro de si lo soñé o fue fruto de la borrachera, entre
nosotros jamás hablamos de ello. Desde entonces no reímos, ahora es Teo el que
siempre frivoliza sin piedad, ha recuperado sus mofletes. De vez en cuando vamos por
la bodega, pero sin bajar a las profundidades. Tampoco pruebo el vino y nunca viene
Samuel, desde entonces ha perdido el humor y va por ahí como alma en pena.
Es curioso, hasta hoy no había leído las palabras escritas sobre el arco de la bodega,
anda de día que la noche es mía.
Firmado, Alma.