Ana permanece sentada con la espalda apoyada en la puerta. Los golpes y gritos de su marido no cesan desde el otro lado. Cada vez más fuertes, cada vez más desesperados.
—¡Ana! ¡Ana, joder, ábreme!— le suplica Carlos desde el otro lado.
—Sabes que no puedo, acabarás haciéndonos daño al niño y a mí.
Ella se muere de ganas de abrirle. Es Carlos. Su Carlos. Novios desde los quince. Casados desde hace cuatro. Padres de un hermoso niño desde hace uno.
No. No puede dejarle pasar.
El tono de Carlos se relaja. Abandona el estado de ira para entrar en el de negociación.
—Sabes que nunca le haría daño a Quique. Os quiero muchísimo. Sois todo lo que tengo y quiero estar con vosotros. Por favor, déjame entrar. No va a pasar nada, te lo prometo.
El emotivo discurso intercalado con sollozos de Carlos conmueve a Ana que comienza a ablandarse. Las dudas se amontonan en su cabeza. ¿Y si esta vez no ocurre lo previsible? ¿Y si probamos a ver qué pasa? Su instinto le dice que se mantenga firme pero los malditos sentimientos hablan por encima de él y le impiden escucharlo.
Ana se levanta lentamente y abre el candado con la llave que cuelga de su cuello. Agarra el cerrojo y cuando se dispone a abrirlo escucha a Quique gateando sigiloso hacia ella. Éste se sienta a sus pies y tira con sus pequeños deditos del pantalón de su madre. Ella lo mira durante unos segundos y, a continuación, coloca de nuevo el candado en su sitio cerrándolo con decisión. Se agacha para coger a su hijo en brazos, lo besa tiernamente en la mejilla y se dirige por última vez a su marido.
—Lo siento, Carlos.
—¿No serás capaz…? ¿Me vas a dejar aquí? ¡Estoy bien! Te lo juro, ábreme. ¡Que me abras, zorra! ¡Abre el maldito candado de una vez!—grita Carlos aporreando con los puños la puerta.
Nunca antes la había insultado y gritado de ese modo. Es el miedo el que habla por él. El miedo cambia a las personas.
Pero ya no tiene dudas. Lo había visto muy claro desde la ventana del piso de arriba. Él cortaba leña en el patio, esa cosa apareció de la nada y al instante hundía sus dientes en el antebrazo de Carlos. Instintivamente, Ana corrió a la planta baja para echar el cerrojo dejándolo a él fuera.
Su marido, el que ahora grita y golpea la vieja puerta de madera, ya está muerto. Mordido y muerto.