La procesión subía las escaleras al ritmo de la cantinela de la Santa Compaña. “Andar, andar, hasta llegar al pinar. Cuando éramos vivos andábamos por estos caminos y ahora que estamos muertos andamos por estos desiertos”. La abuelita solía recitárnosla en las noches de tormenta, a la luz de los rescoldos de la lumbre del brasero. Nos intimidaba diciendo que si no éramos buenos las ánimas de los muertos se nos llevarían al infierno con ellos.
Los procesionarios llevábamos cada uno una caja de cerillas. Los paquetes de fósforos habían sido un hallazgo más o menos fortuito, rebuscando entre la ropa de invierno que madre guardaba en el baúl de su habitación. Ella había salido a comprar el pan. El atrevimiento y la curiosidad infantil hicieron el resto. Los dos hermanos mayores, que llevaban el control del resto, decidieron guardar el tesoro hasta el atardecer. Madre estaría ocupada en el fregadero y no se daría cuenta de la travesura.
La procesión se puso en marcha aquella misma tarde, cuando ya las sombras se habían apoderado de nuestra estrecha escalera sin ventanas. Los organizadores dispusieron que el montaje consistiría en ir los unos detrás de los otros, encendiendo cerillas a modo de cirios. Mientras las espirales de humo de las cerillas de palo iban fluctuando de modo espectral, las sombras menudas de nuestros cuerpos se proyectaban enormes, lamiendo las paredes. Los hermanos acompañábamos con gran seriedad y recogimiento la comitiva al ritmo pautado de la negra tonada de los caminantes muertos. Nuestra edad oscilaba entre los diez u once años de la mayor y los cuatro del más pequeño que, lógicamente, iba cerrando la comitiva. Íbamos ya por la segunda planta, cuando sonó un portazo muy fuerte. El ruido venia de abajo, de la puerta de la calle.
Una fuerte corriente de aire subió por la escalera. Apagando las cerillas, dejó los escalones en la más profunda oscuridad. ¡Las ánimas, las ánimas! gritábamos con el terror subiéndonos garganta arriba. A continuación, unos pasos terribles retumbaron en nuestros oídos mientras se acercaban. Como salido de la nada un silbido de correa bajó buscando posaderas.
La puerta del tercero se abrió de golpe iluminando la escena. Con el cinto en la mano apareció la figura gigantesca de un padre enfadadísimo y furioso. Descargaba inclemente su frustración y su cansancio de obrero fabril que veía su hogar invadido de seres malignos. Su brazo lanzaba la correa sobre aquel grupo monstruoso que le salía al paso, entre las tinieblas, y que aullaban como demonios.
El grito de madre envuelta en luz, en el dintel de la puerta, contuvo los correazos de un brazo lleno de ira. Padre frenó su desahogo pero ya algunos terribles latigazos habían encontrado destinatario. Los hermanos recordaremos siempre que, durante algún tiempo, un cojín en la silla atenuó el escozor de nuestras infantiles nalgas. De todos modos nuestras cerillas nunca más volvieron a dar luz ni sombras a la procesión de las ánimas.