Salimos del metro de Alonso Martínez cogidos de la mano. Había conocido a Esther en una cena con amigos. Todo pasó como por obra del destino. Al ir a pagar nuestras pizzas, mi mirada se cruzó con la suya y hubo una conexión, una de esas que yo había asumido que solo existían en las películas románticas.
Pero no, intercambiamos los números antes de que mis amigos pudieran convertirme en el hazmerreír, yo, que siempre había rehuido de lo novelesco.
Pues bien, ahí estábamos, al comienzo de la calle Almagro, dispuestos a tener nuestra primera cita en el mismo lugar donde había comenzado todo. Era la ventaja de que Esther fuera una de las jefas de Lamucca.
—¿Alguna vez has tenido el restaurante para ti?
Me ruboricé. Aún no me creía mi suerte.
—No, la verdad —admití.
Sabía que Esther había elegido un día festivo porque tendríamos el lugar para nosotros solos. Íntimo, romántico… ¿qué más podía pedir? Especialmente tras ver nuestra armonía como amantes de la comida.
—Hemos llegado —anunció, abriendo la puerta. El restaurante, que antaño había sido una floristería, estaba precioso. Había una sola mesa, con velas y rosas. Miré a Esther, sorprendido.
—Está bien, puede que me haya pasado esta mañana para arreglarlo un poco. Y para hacer nuestra comida —dijo, guiñando un ojo.
Cierto, la comida. Llegaba un aroma delicioso desde la cocina.
—Quieto. Yo traigo los platos, que es mi local.
Simulé una reverencia y me senté. Ella rio, cómplice. “Menuda fantasía”, pensé.
Al cabo de unos minutos volvió con un poke de pollo para cada uno. Sin poder esperar, tomé el cuchillo y el tenedor y metí uno de los trozos de pollo en mi boca. El pollo, lentamente cocina, sabía… francamente mal.
No pude contener la arcada. Escupí aquello.
—¿Qué es esto?
Esther soltó una carcajada, limpia y traicionera. Su tono de risa hizo que me estremeciera. Ya no era la risa dulce y melodiosa con la que me había conquistado el primer día. Era una risotada histérica, ronca y ruda.
—Aún no me creo que seas tan imbécil. Se ve que a la mínima que te presten atención pierdes toda la sensatez. ¿Realmente no me ves a través de este pelo teñido y la nariz prostética? ¿No reconoces mi voz, aunque la ponga aguda?
Miré sus ojos, encontrando la respuesta que más me temía. Rebeca. Mi exmujer psicópata, que una y otra vez trató de asesinarme hasta que tuve que huir.
—R… ¿Rebeca? —pregunté, comprendiendo de pronto por qué la carne sabía asquerosa.
—Imbécil, nos abandonaste por una jovencita de diecinueve años, a mí y a tu hija Clarita. ¿Pensabas que no volvería a por ti?
La jovencita había sido producto de su imaginación. Salí de Murcia directo desde el trabajo, porque sabía que me mataría en casa. Para ello tuve que dejar a mi preciosa hijita con aquel monstruo.
—¿Qué buscas? ¿Dónde está mi hija? —pregunté, con la voz rota.
Ella miró a mi plato, su sonrisa llena de malicia.