Me llamo Ángela Portillo García y tengo 38 años. La esperanza de vida en España es de 45 años; si bien, no existen cifras oficiales. No tengo tiempo que perder. Me levanto a las 5, guardo el cepillo de dientes y los calcetines, ya secos, en la mochila y despierto a Las Guerreras. Tenemos que ponernos en marcha.
– Hoy va a ser un gran día – les digo.
Françoise tiene siete años. Gabrielle, cinco. Se apresuran a ponerse los zapatos y el abrigo, y salimos a la calle. Las Guerreras y yo jugamos a muchos juegos. Así se nos hace más corto el camino. Si de alguno somos campeonas es, sin ninguna duda, de El silencio. Las reglas son simples: La primera en hablar o en hacer ruido, pierde. Solemos jugar cuando aún es de noche, mientras caminamos y disfrutamos del aire fresco de la mañana.
Nos dirigimos al norte. Quiero que Las Guerreras conozcan los bosques. Tienen tanto que ofrecer… Pero ellas prefieren ir al sur. Recuerdan el ruido de las olas del mar y el sabor del pescado. Bueno, en realidad, Gabrielle ha hecho suyos los recuerdos de Françoise, quizás de manera involuntaria. Y no la culpo. A pesar de hablar poco, a veces nos embelesa dibujando para nosotras todo el escenario: cometas que vuelan junto a las gaviotas, el olor de la crema solar que ambas odiaban ponerse… mientras parece teletransportarse en el espacio-tiempo.
– ¡Pues a mí me gustan más los chocos! – le contesta La Guerrera más joven, con el entusiasmo que la caracteriza.
Vuelvo a la realidad. Amanece y nos sobra el abrigo. Llevamos buen ritmo.
Françoise siempre va unos metros por delante.
– He encontrado nueces. – nos dice al alcanzarla. Gabrielle abandona su historia y da comienzo a La danza de la victoria. Françoise hace su parte mientras yo les hago fotos y videos “mentales".
– ¡Ésta es buena! – las animo. – La última, chicas. Dadme vuestra mejor pose… ¡Click!
Gabrielle se ríe sin parar, mientras Françoise la observa complacida. Nos ponemos a recoger el botín de la naturaleza con una sonrisa en la cara y faltas de aliento tras el baile. Las endorfinas recorren nuestros cuerpos y, por fin, la degustación. Saco el cascanueces de la mochila y les doy una a cada una, ya peladas. Siempre espero a que ellas den el primer bocado para no perderme ni uno solo de los gestos que dibujan sus comisuras. A medida que sus carrillos se hinchan, sus ojos se iluminan. Se miran mientras comen, y luego me observan atentas.
– Mmmmm… ¡están buenísimas! – les digo metiéndome una en la boca.
Reparto algunas más y almaceno las que quedan. Françoise me mira con preocupación.
– No tengo hambre. – les aseguro. – Estoy bien.
Debemos continuar. Atisbo en Las Guerreras el instante en el que sus rostros muestran los kilómetros que nos quedan por delante, pero pronto desaparecen. Las nueces estaban realmente ricas. Echamos a andar.
[…]
El sur reposa bajo el mar. No quedan chocos.
Cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.