Pablo me ayudaba con una sola cosa: la motosierra. De todo lo demás me encargaba yo. Cuando llegaban al restaurante, yo era la que los detectaba: todos desprendían un olor particular, como a depravación, que solo mi olfato percibía.
Entonces pasaba a la segunda fase: la engañifa. Me ponía el delantal de camarera y pasaba a tomarles nota. Daba igual si estaban solos o acompañados, trataba de convencerles de qué pizza era la mejor solo a ellos. Y entonces, cuando lo había logrado, pasaba a la tercera fase e introducía mi ingrediente secreto: la carne de otro depravado empapada en burundanga y aderezada con un fármaco para miccionar.
La última fase, su señoría, ya la conoce: comenzaba con ellos yendo al baño confusos y terminaba con su carne desmenuzada y congelada.
¿Que por qué? Para librar a este mundo de indeseables. ¿Que cómo encubría las desapariciones? Pues haciendo lo que mejor se me da: mentir. Contaba alguna milonga, adornada con detalles a su pareja o a la policía. En la calle no había cámaras y no me pillaban jamás.
Hasta aquella noche. Andaba tan atareada con los dos sinvergüenzas que iba a privar de la vida terrenal, que no advertí que uno de ellos se resistía a mi recomendación. Siempre hacía la misma sugerencia, por el sabor tan fuerte de aquel manjar que traíamos de Francia y que, afortunadamente, ahogaba cualquier atisbo de sabor sospechoso en la comida.
Así, aquel psicópata al que no le gustaba la fruta fue quitándola pedazo a pedazo. Se presentó en la cocina para quejarse de su nauseabundo primer bocado en el momento idóneo: las paredes. el suelo y las encimeras estaban llenos de sangre, Pablo desenchufaba la motosierra y yo envasaba cuatro extremidades al vacío.