La Parra era una mujer contrahecha y solitaria que vivía al final del pueblo, en una casucha anticuada y comida por la hiedra. Su verdadero nombre era Pilar Sánchez del Paso y cuando me crucé con ella por primera vez, tenía unos cincuenta y tantos mal llevados.
Fue una de mis primeras noches en el pueblo, que bajé al bar para distanciarme un poco de los personajes de mi novela, cuando la vi llegar dislocada y con apariencia de fantasma por la cuesta que sube del río. Movía la cabeza de lado a lado con cada paso y la cadera parecía funcionarle gracias a un millar de engranajes oxidados. Estaba delgada como la espina de un pez pequeño, caminaba encorvada y con la cabeza por delante. Las manos le pendían como a un títere y de vez en cuando se sujetaba las lumbares en un intento fallido de erguirse. Llevaba un camisón debajo de una rebeca deportiva, unas nike blancas y un ramillete de malas hierbas que debía de haber arrancado de la ribera. Sentada al fondo del bar Se tomó un par de vinos cubierta con el pelo que le llovía como cascada de polvo gris, ocultando la conversación privada que mantenía consigo misma.
La segunda vez que La Parra se cruzó en mi vida, fue un domingo a la mañana. Me topé con su casa tras un paseo en bicicleta que hice escapando de las llamadas de mi editor. La vi en una de las ventanas, con los pechos al aire, mirando la calle. Me quedé quieto y levanté una mano en señal de saludo, pero se quedó inmóvil mirando através de mi, mucho más lejos, atravesando con aquellos ojos grises las profundidades de la tierra. Era un día soleado y tranquilo, pero sentí una flecha de irrealidad que me obligó a montarme de nuevo en la bicicleta, pedalear despacio y salir de allí lo antes posible disimulando el quiebro que suponía su mirada clavándose en mi nuca.
Un par de días más tarde, me acerqué a la plaza para llenar varias botellas en el caño natural. La casa que había alquilado para escapar del mundo y terminar la novela era encantadora, pero el agua del grifo brotaba negra a causa de un desastre en las tuberías. Cargaba mi segunda garrafa en la bicicleta cuando escuché las risas de un grupo de niños. Giraron la esquina unos seis o siete en total con La Parra en medio. Se burlaban de ella llamándola loca, solterona, puta…, y luego se alejaban unos metros evitando los meneos de su garrafa en todas direcciones. La Parra no decía nada lógico, solo berreaba como un cochinillo y agitaba enfadada los brazos, intentando quitarse a los chiquillos de encima como si fueran moscas.
La última vez que vi a La Parra fue esta noche, en un sueño. Entraba en la cocina y la veía desnuda, lamiendo la boquilla de mis garrafas de agua y luego enroscando de nuevo el tapón.
Solo un mal sueño.