Al salir del trabajo pensó: “Hoy hay muchos italianos por el barrio”. En el vagón del metro notó con inquietud que todos lo hablaban. Levantó la vista del móvil. No parecían turistas. Había corbatas, mochilas, niñas que hablaban con sus madres. Ya en casa, su mujer lo saludó en italiano. El asintió. Cuando por fin habló, ella lo miró con extrañeza, como si estuviera bromeando. Con cada palabra que él decía, ella se iba poniendo de peor humor hasta que empezó a gritarlo y lo dejó en el salón dando un portazo. Apenas pudo dormir.
Madrugó para no coincidir con su mujer. Sentado en el coche, dudó antes de apretar, con miedo, el botón de la radio. Reconoció la canción de Franco Battiato, pero no la recordaba en ese idioma. Ya no era italiano. ¿Una lengua eslava? Era una mezcla de palabras y sonidos extraños. En otro dial se encontró con el tono de voz de un locutor que conocía. Era él, pero parecía que le estuvieran golpeando las cuerdas vocales mientras hablaba. No: era un idioma antiguo.
Decidió no ir al trabajo. Quiso escribirle un mensaje a su jefe, pero fue incapaz de reconocer los signos del móvil. Solo veía una combinación de líneas curvas. Lo único que no había cambiado eran los emoticonos, así que mezcló varios y los envió. Salió del garaje y aparcó cerca del metro para volver a cogerlo.
Los nombres de las estaciones en los carteles eran ahora combinaciones de tres ondas. Sin separaciones para las letras. Ya no las anunciaba una voz, sino una mezcla de dos. Una grave, semejante a un cántico que escondiera una amenaza y otra que lanzaba gritos agudos como arañazos sobre la piel. En el vagón vio a una pareja joven reconocerse. Se dieron dos besos. El dijo algo en esa mezcla de tonos que parecían surgir de dos gargantas. Ella asintió, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y recogió en sus manos una pequeña bola de carne palpitante que le enseñó. El atrapó el trozo con los dientes y se lo tragó sin masticar. Siguieron conversando hasta que ella se bajó dos estaciones después.
Miró al suelo y trató de calmarse. Notó que le tocaban en el hombro. Una mujer mayor le hablaba con esa doble entonación. También ella echó la cabeza hacia atrás y expulsó un trozo de carne que le ofreció. Al ver que no reaccionaba, los demás viajeros empezaron a mirarlo. Aprovechó que el vagón se había detenido para salir.
No quería subir a la superficie. Empezó a caminar sin levantar la vista. Evitaba miradas. Estaba totalmente desorientado cuando reconoció el sonido del violín que siempre escuchaba en la estación de su trabajo. Caminó hacia el violinista. Era una versión del “Hallelujah” de Leonard Cohen por la que le había dejado alguna vez unas monedas. Llegó a su lado y se sentó en el suelo, bajo la protección temporal de esas notas, tratado de recordar alguna oración de su niñez.