Debería ir pensando en regresar a casa. Hace mucho tiempo que mis colegas se han marchado, no oigo a nadie. Sin despedirse, como siempre, como si yo no existiera. No consigo recordar cuándo fue la última vez que alguien me dirigió la palabra. “Hasta luego, Lola”. Y fin, nunca más. Llegó la nueva y se acabó todo. Cero contactos, cero almuerzos compartidos. Ni un simple, “buenos días”. No oigo ni su teclear. Nada. Silencio.
Mi mesa en una esquina frente a la pared no ayuda. No hay opción de cruzar una mirada. Y la iluminación. Odio esta luz blanca, fría, que parpadea sin ritmo, y que no avisa de que por largos segundos, la oscuridad te desconectará del mundo. Más luz y más parpadeos.
¿Qué hora será? Lo de poner el reloj a mi espalda ha sido solo para provocarme. No lo conseguirán, seguiré pegada a mi escritorio. No quiero quejas. No me importa que mi comida siga en la esquina de la mesa. Total, este sitio me ha quitado el hambre. Tampoco tengo motivos para levantarme. Nadie me espera, ni a mí, ni a mi trabajo.
Otra vez ese chisporroteo. Solo hay silencio y esas pequeñas explosiones preámbulo de más apagones. Tendría que irme, no sea que realmente nos quedemos sin luz y no encuentre la salida.
¡Qué de polvo tiene todo! La mesa, las teclas de la máquina de escribir, los folios en blanco, el tupper que no llevé ni a la nevera. Hasta el verde pino de mis guantes parece ya musgo empezando a secarse. Si estiro las manos, veo cómo una capa gris sin brillo me cubre la piel. Me da repelús solo de pensarlo.
Ajada, así es como me siento. Ajada, cubierta de polvo y perdiendo la vida entre estas paredes día tras día, sin que importe lo que hago o dejo de hacer. Hace tiempo que cayó la noche. Tengo que irme. ¿A dónde? ¿Para encontrarme con quién? Ya lo decía mi madre, las mujeres no tienen que trabajar si no quieren quedarse solas. No todas lo están. La nueva, no.
Venga ya. Tengo que ponerme en marcha, aunque el cuerpo se resista. No me extraña, tengo la sensación de no haberme movido en todo el día. Se oyen ruidos. Serán los vigilantes. No tengo ninguna gana de explicar qué hago a estas horas aquí. A ver cómo me las apaño para no encontrarlos y salir antes de que sea demasiado tarde.
¡No puede ser, no puedo moverme! ¡Me van a ver!
"Marcos, ¿me recibes? estoy en la quinta. Despejada. Escúchame atentamente: no hay nadie. Me da igual lo que hayan registrado las cámaras, aquí no hay ni dios. Todos los viernes lo mismo, eres un acojonao. Venga, disfruta el fin de semana, y si te encuentras alguna presencia, dale recuerdos. Un minuto, bloqueas puertas y apagas".
Demasiado tarde, hoy tampoco podré salir. Odio ese fluorescente y su horrible crepitar. Tres, dos, uno. ¡Por fin!, la oscuridad.