Vivía en un ático, un décimo piso con una gran terraza que cumplía todas las expectativas de un soltero de clase media sin grandes necesidades. Aquella noche compartía casa con los hermanos Pijoanes que vivían en el 3º, también estaba doña Genoveve y el señor Frank, del 4º piso, y Alfredo, nuestro vecino de enfrente. Casi nadie consiguió dormir aquella noche, a las seis estábamos todos en la sala iluminada con velas, recibiendo a los primeros invitados que entraban tras subir las escaleras a pie.
Por segundo día, tampoco había salido el sol y la noche era perpetua, no había electricidad, ni funcionaban las comunicaciones, ya desde hacía un mes lo sabíamos todo. Mi hermano Miguel llegó a las doce con dos amigos suyos, después de las presentaciones, fuimos a la cocina a tomarnos unas cervezas e intercambiar impresiones, me contó que había cadáveres en las calles y ya no circulaba ningún coche.
Quedaba poco para las tres, la hora nona o novena hora contada desde la salida del sol que aquel día no salió. Observamos el terrorífico aspecto del cielo, la luna llena, recorría de un lado a otro la cúpula, saliendo cada minuto, y las estrellas se movían en elipses desdibujando sus constelaciones.
El salón estaba abarrotado de gente preparándose para salir a la terraza. Sonaba la música de un radio-cassete con pilas y hasta doña Genoveva se atrevió a bailar, fluía de todos una hermandad espontánea, era una fiesta en la que todos nos sentíamos amados. Se podía oír como se mezclaba la música con la de los otros pisos y también, los chasquidos de cuerpos impactando en el pavimento. Abrimos las puertas de la terraza para hacerla más accesible donde colocamos dos escaleras de mano y cuatro sillas pegadas a la barandilla. La noche se fue iluminando con un tono amarillo borroso, eran visibles varios soles de diferentes tamaños y de un color blanco intenso, empezaron a soplar con fuerza los cuatro vientos.
Miguel y yo, ayudamos a los ancianos del 4º, que se precipitaron al vacío cogidos de la mano, luego a los demás hasta que pudieran superar la barandilla y enfrentase a una caída de cuarenta metros. Miramos hacia la calle y estaba repleta de cuerpos inmóviles sobre un mar de sangre.
Después de tirarse Miguel, me quedé solo. Quería ver que había después de la novena hora. Desde una ventana del edificio de enfrente, un hombre me saludaba sin parar, dos pisos más abajo nos miraba llorando una joven de melena rubia despeinada. El cielo se volvió rojo de repente y empezó a sonar un trueno interminable, los cuatro vientos se hicieron abrasadores, oía explotar a los coches aparcados y muchos pisos ardían en llama, el vecino del edificio de enfrente me saludó y se tiró al vacío. La barandilla de hierro de mi terraza estaba al rojo vivo, trepé sobre una silla y de un salto y me tiré a la calle.