Era la noche de navidad y fuera el viento soplaba con fuerza golpeando en las ventanas, queriendo resguardarse del frío de la nieve que caía. En el interior de la casa, lo único que se escuchaba era el sonido del crepitar del fuego frente al cual los tres chiquillos se habían quedado dormidos esperando la llegada de Santa Claus.
El hombre, su ropa roja y blanca, los miró con afecto durante unos segundos, ignorando el calor que, a su espalda, parecía quemarle. Suspiró y negó suavemente con la cabeza, pasando por encima de ellos con cuidado de no pisarlos.
En un sofá cerca, los padres de esas tres criaturas parecían dormir también. Si no fuera por la sangre que manchaba sus ropas igual que las de él, si no fuera por las gargantas cortadas, si no fuera por los signos de forcejeo. Se suponía que sería fácil, que estarían todos dormidos. Así que él los había puesto a descansar, para siempre, para mantener la magia de la navidad suspendida en el momento justo antes de su llegada.
Miró a la escena que había sido idílica, ahora manchada de sangre, con el olor del hierro impregnando el ambiente, y salió silbando una canción por la puerta de atrás a donde el viento soplaba con fuerza golpeando en las ventanas, queriendo resguardarse del frío de la nieve que caía. En el interior de la casa, lo único que se escucharía hasta que llegase algún familiar a la mañana siguiente, sería el sonido del crepitar del fuego frente al cual los tres chiquillos se habían quedado dormidos esperando la llegada de Santa Claus.