Enfrente del santuario de Misericordia, un templo de estilo renacentista que se construyó en el lugar donde supuestamente se apareció la Virgen María para salvar a la ciudad de Reus de la peste, se encuentra un paseo coronado por una hilera de árboles, bancos demasiado incómodos como para que nadie se recueste en ellos y antiguas carreteras de adoquines. En una avenida cercana a tan emblemático paraje es donde tuvo lugar el primer encuentro, en la primavera de 2012, cuando volví a casa de mis padres justo después del divorcio. Ellos se habían comprado una plaza de parking, la número 51 para ser más exactos, como inversión inmobiliaria debido al momento dulce que el mercado de la vivienda disfrutaba por aquel entonces. Al parecer, la elevada rentabilidad que proporcionaba el alquiler de una plaza de garaje era más golosa que las historias que se extendían sobre el asesinato que tuvo lugar en ella, aunque nadie sabía con certeza el origen de la leyenda. Mis padres me cedieron la plaza para que el vehículo (un utilitario familiar relativamente nuevo que compré tras el nacimiento de mi hijo) no corriera peligro a la intemperie, abandonado a la suerte del veleidoso clima y los simpáticos rayadores de puertas que merodeaban las calles en busca de una presa fácil.
La mañana del 16 de Mayo me disponía a ir a trabajar. Como era habitual, bajé al parking, me introduje en el coche, encendí las luces de posición y las de cruce, miré a ambos lados y empecé a maniobrar. Estaba dando marcha atrás virando el volante levemente hacia la izquierda cuando de repente creí ver la silueta de una persona, iluminada por la tenue luz de un fluorescente, que se erguía tras el vehículo. Frené de golpe. Miré hacia atrás con inquietud. Y entonces las vi. Tras la luna trasera. Las piernas menudas de una niña que correteaban escurriéndose entre las columnas como si jugara al escondite. Se me aceleró el corazón.
Desde aquel día siempre freno, miro hacia atrás con cierta angustia, creo ver a la pequeña entre sombras grotescas y reanudo la marcha camino de la oficina.
Quizás ésa es su maldición, su cometido: infundirme la psicosis que me ha llevado a perder doce kilos o ciertas amistades y me ha condenado a años de obsesiones paranoicas. Ha llegado un punto en que me he acostumbrado a la efímera visión de esas piernecitas aunque por supuesto cada día detengo el coche y las observo con miedo. Como si formara parte de un perverso ritual.
No sé por qué pero tengo la intuición de que el primer día en que decida pisar el pedal sin mirar atrás sentiré un golpe seco y, tras bajar con una sensación de déjà vu, me encontraré a una niña pequeña recostada detrás del coche, inerte en el suelo del vestíbulo, emitiendo sonidos guturales hasta que su cuerpo se incorpore de forma antinatural y se dirija a mí con una mirada diabólica y maliciosa mientras dice: "Te avisé".