Me entregaron unas cuantas monedas como cambio del billete con el que pagué la cena. Nunca habíamos entrado en ese restaurante de la calle de Serrano pero, por lo satisfechos que salimos, no sería la última vez que cenásemos allí. La carta de Lamucca y su servicio, se ganaron nuestra confianza.
Al llegar a casa, vacié mis bolsillos. Llaves, monedas y mechero, acabaron en la bandeja del mueble de la entrada y comenté con Marta la exquisitez del segundo plato. Aquel cebiche de atún rojo, cocinado en su jugo con especias orientales fue la elección perfecta y su maridaje con un Rías Baixas, me transportaron hasta la agreste costa gallega.
-¿Qué demonios es esto? ¡Pero qué…!- No terminé la frase porque mis ojos se clavaron en una mancha violácea que erupcionaba en el lateral del muslo derecho, a la altura del bolsillo del pantalón que acababa de quitarme.
Acerqué un dedo y al tocarla, escoció condenadamente, tanto y de forma tan aguda, que no conseguí evitar un breve grito de dolor.
-¿Qué te ha pasado ahora Mario? Eres un quejica. A ver, dime, ¿qué te ocurre?
-Mira lo que me ha salido en el muslo…, y escuece mucho si lo tocas.
-Ves..., te quejas por una ronchita de nada. Mujer tenías que haber sido tú y te habrías enterado de lo que vale un peine al parir. Eso si que escuece y duele.
Marta con su diatriba, consiguió su objetivo de que me callase y no le diese mayor importancia a una aparente nimiedad.
Nos acostamos y, dos horas después, mi sueño quedó interrumpido por un dolor intenso que me recorría toda la pierna llegando ya a la cabeza del fémur. Salté de la cama y me bajé el pantalón del pijama. Al encender la luz…, mi expresión somnolienta pasó en un instante a lo que catalogamos como horror. Y el silencio de la noche quedó roto por el chillido histérico que salió de la garganta de Marta. Yo..., no pude siquiera gritar.
-¿Qué es eso, Mario?... ¿Pero qué diablos es eso que tienes en la pierna?
-Marta, ayúdame, ¡por Dios, ayúdame!
-¡Vístete!, nos vamos al hospital, ¡pero ya!
En el trayecto, el dolor siguió ascendiendo por el interior de mi cuerpo y al llegar, era de un grado tan insoportable que mi cerebro ordenó la desconexión total de todas las funciones no vitales. Que-dé sumido en un sopor del que ya nunca salí. Me enterraron dos días después, tan hinchado y burbujeante que no consiguieron cerrar del todo la tapa del féretro.
Marta, unos días después, entregó las monedas que aún seguían en la bandeja de la entrada donde yo las había dejado, cuando compró algo de comida en el supermercado. Al salir, escuchó a la cajera decirle al siguiente cliente:
-Su vuelta, caballero.
Y sin saber muy bien por qué, sintió algo extraño en lo más profundo de su interior, al ver como ese hombre se introducía sus monedas…, en el bolsillo de su pantalón.