Emma no conseguía recordar si antes de lo de Richie, David ya presentaba alguna rareza. Su memoria estaba centrifugada. Sí recordaba con nitidez cómo se sobresaltó cuando, tras volver del hospital y asomarse a la cunita, David le estaba mirando fijamente.
—¡Los recién nacidos duermen, lloran o miran al techo, pero no te miran así a los ojos! —dijo a Richie—. ¡Me he sentido intimidada!
—Estás cansada, Emma —respondió Richie—. Duerme, cariño. Voy a darme un baño.
Pero Emma comenzó a sufrir insomnio. A las preocupaciones habituales de cualquier madre primeriza añadía una oscura inquietud.
Una semana apareció muerto el perro.
La siguiente salió ardiendo la cocina.
Un escalofrío premonitorio recorría su cuerpo.
Un buen día la llamaron del colegio para que recogiera a David. Había apaleado con furia a otro niño que precisó una semana de hospitalización. Le expulsaron medio mes. Y luego se sucedieron las expulsiones.
Durante estas, vagaba por la casa sin hacer gran cosa. Deslizándose en silencio. Mirando. Solo mirando.
Una noche, pensando que David llevaba tiempo dormido, Emma y Richie hacían el amor en silencio. Emma sintió una presencia y, al mirar, encontró a David observándoles, clavado en el vano de la puerta. Gritaron asustados y él corrió a encerrarse en su cuarto.
A partir de entonces dejó de hablar y decidieron llevarlo a un psiquiatra infantil.
Tras varias sesiones, el especialista les informó de que su hijo era completamente normal. Razonaba y se relacionaba perfectamente, sin que pudiera sospecharse trastorno alguno.
—Incluso me ha dado algunos consejos —comentó, divertido, el psiquiatra.
El matrimonio respiró durante unos días un cierto ambiente de paz, hasta que, poco después, David mató una docena de gatos y los arrojó a los jardines del vecindario. Cuando volvieron a llamar al psiquiatra, les informaron de que no podría recibirles, pues había fallecido. Se había volado la cabeza en su despacho.
—Es un desconsiderado —susurró David, rompiendo un largo silencio.
—Hijo, no es culpa suya —dijo Emma—. Algunas personas llegan a estar terriblemente desesperadas.
—No —añadió David—, lo digo porque lo habrá puesto todo perdido. Le dije que se ahorcara.
Y Emma lloró desconsolada.
Richie no sabía cómo consolarla y, cuando se sentía inútil, acostumbraba a darse un baño con música. Decía que «le desatascaba». Llenaba la bañera de agua caliente y ponía la radio sobre la repisa del espejo, sonando a gran volumen. Para pensar.
En el funeral de Richie, Emma ya había comenzado a beber y repetía lo ocurrido, aburriendo a todo el mundo como solo saben aburrir los borrachos.
—Cuando Richie me veía jodida —repetía con balbuceo etílico— y se agobiaba porque no sabía cómo ayudarme con el niño, solía prepararse un baño caliente. Y yo siempre pensaba en dos cosas: «¿Por qué coño no me preparas el baño a mí, Richie?» Y «Ojalá se le caiga la radio dentro de la puta bañera».
Todos sabían que también había tomado tranquilizantes.
Y allí estaba David, deslizándose entre la gente. Mirándola fijamente. Sonriendo.