La reja con figurillas de calaveras del antiguo cementerio de Belén se cimbró levemente con el paso del tren subterráneo mientras Alfredo atravesaba ese umbral. Por un momento dudó y se detuvo en el cobertizo de la entrada. Bajo la lluvia pertinaz de enero se percibía más opresiva la desesperanza del lugar.
Al tener frente a sí ese mar de almas, Alfredo recordó la última vez que vio a Catalina tres semanas atrás. Como cada noche desde hacía dos meses, acudió a encontrarla en la iglesia de San Sebastián, en la misa vespertina. Alfredo la observaba siempre desde una banca cercana a la de ella, e invariablemente la escena se repetía: esperaba con impaciencia el momento en que el cura exhortaba a los presentes a saludarse para darse la paz del Señor, y que Catalina lo buscara con la mirada hasta encontrarse con sus ojos para poder acercarse. Entonces Alfredo caminaba hasta estar frente a ella. Durante un eterno segundo ella le ofrecía la mano y él la tomaba acariciándola de paso. Luego sin más volvía a su asiento. Así transcurrían los días, pero aquello nunca más volvió a suceder, porque al día siguiente de aquella última noche encontrarían a Catalina muerta y desmembrada en el fondo de una tumba abandonada del panteón de la ciudad.
Alfredo caminó por la callejuela principal del camposanto. Estaba decidido a llegar cuanto antes a la tumba que lo esperaba, que lo llamaba. En el suelo unas sombras se arrastraban tocando sus pasos. Prefirió avanzar laberínticamente entre las criptas y los tenebrosos árboles, escuchando el crujir de la hojarasca sobre la tierra reblandecida que parecía a punto de hundirse debajo de él.
De pronto el tiempo pareció suspenderse. Los pasos de Alfredo lo habían conducido hasta un inmenso y siniestro árbol de hule. Un abierto y derruido sepulcro se hallaba atrapado entre las raíces del hule, como si fuera una boca de medusa, esperando devorar su presa. Su presencia poderosa, omnisciente, latía y respiraba en todo su entorno. El olor a carne podrida aún impregnado en el lugar llegó a su nariz. Parado en la orilla de la fosa profanada, miró hacia lo profundo del oscuro y húmedo abismo. Era como un coño enorme y maloliente. Le parecía escuchar la voz de Cati gimiendo abajo. Sacó un estilete de entre sus ropas, sin saber cómo es que lo tenía. Lo empuñó fuertemente con ambas manos, oprimiendo la punta contra su corazón. Cerró los ojos, suspiró ahogadamente y se abandonó con su propio peso al vacío. Varios metros en el fondo su pecho se resquebrajó violentamente al entrar el arma. De entre aquella espesa penumbra, sólo escapó el atraganto desesperado de su propia respiración. Tan sólo unos instantes y ya. La sangre que manaba con regodeo, terminó por colmar su garganta y nariz y saciar el anhelo de muerte que gritaba en su cabeza. Las pupilas de sus ojos lentamente se fueron congelando inmensas, tratando de contemplar aquella presencia perversa que estaba a su lado.