Siempre se había dicho que aquel castillo escocés estaba poblado de fantasmas. Lo habitaban los espíritus de los que habían precedido a Gordon MacGregor y desde que su bisabuelo Arthur cometiera aquel repugnante acto acabado en asesinato, cuando servía en la East India Company. La maldición se había apoderado del clan. Repatriado a Escocia, Arthur fue condenado a la horca y dicen que su agonía se extendió durante toda la jornada y que al caer la noche espiró por fin, dando calma al suplicio entre los graznidos de los cuervos que picoteaban sus ojos, sus labios, sus orejas, carcomiendo las carnes muertas.
Los descendientes de la estirpe continuaron cometiendo similares conductas horrendas, lo que sin duda alguna era consecuencia de la maldita enfermedad congénita a la que estaban condenados desde hacía dos siglos. Con el correr de los años aprendieron a tomar las precauciones necesarias para evitar acabar sus vidas en el patíbulo. Aquella mansión, a las afueras de Edimburgo, era sin duda el reino de Satán. Orgías, altares demoníacos, cuchillos que rasgaban los cuerpos desnudos de inocentes doncellas, loas al Señor de los Infiernos… eran las ocupaciones cotidianas de sus moradores. La enfermedad que padecían era dolorosa y repugnante y les atacaba desde la adolescencia. Estaban condenados a una muerte prematura. Los gritos de espantoso penar se oían fuera de los muros de piedra y la carne de sus cuerpos se iba pudriendo día tras día. Tras unos pocos años, rara vez superaban las cuatro décadas de vida, se convertían en monstruos deformes sedientos de sexo y sangre.
Gordon MacGregor comprendió que no debía tener descendencia para terminar de una vez por todas con la maldición.
Su última noche lo sorprendió caminando por un callejón adoquinado. Una niebla meona lo cubría y humedecía todo, al tiempo que difuminaba el alumbrado de las farolas a la manera que miran los seres del inframundo. El eco de sus pasos sometía al silencio con un retumbar regular y monótono. Cargaba una urna de noble metal plateado con incrustaciones en bronce y pedrería preciosa. Un nombre conocido estaba grabado en la placa y él, al menos, evitó leerlo. No necesitaba hacerlo.
Su andar era lento y solemne, propio de un cortejo fúnebre. Dentro del cofre llevaba las cenizas del cadáver que acababan de incinerar en el crematorio del cementerio de Greyfriars Churchyard. Había seguido el ritual desde un rincón de la sala mortuoria, agotando una respiración lenta y arenosa que apenas se oía. Debajo de una gasa transparente se percibía su espantoso rostro deformado por la enfermedad. Salvo dos operarios fúnebres, no había ninguna otra persona en el lugar. Verificó la identidad del difunto en la máscara de cerámica y con un gesto hierático autorizó que introdujeran el cuerpo en el horno de cremación.
Terminada la ceremonia se dirigió a la orilla del mar, decidido a arrojar a las turbias aguas que bañan las dársenas del puerto de Leith, sus propios restos malditos, grises, y aún tibios.