Me despierto aturdido al oír los gritos de terror al otro lado de la puerta. El terror extremo tiene un sonido inconfundible. Lentamente recupero la conciencia en un cuartucho lúgubre y húmedo que huele a orines, sangre y putrefacción. A mí lado yace el guiñapo de alguien que fue persona pero ya no lo es, como nadie lo es desde que el mundo colapsó por completo. Ríos secos, cultivos arrasados y esqueletos de animales sembrando el planeta. Pero lo peor fueron los Anasazi, hordas de Anasazi que surgieron de la necesidad, la destrucción y el caos. El mundo quedó dividido entre ellos y los demás. Cuando se abre de nuevo la puerta, arrojan al interior el cuerpo inconsciente de una mujer al que le faltan los brazos. El pánico sube instintivamente por el muñón cauterizado de la única pierna que me queda, me revuelve el estómago y termina en un alarido de horror porque de repente recuerdo que todavía estoy vivo porque para ellos, los demás somos tan solo el alimento del holocausto.