Un día más que termino tarde en la oficina y sin cenar. De camino a casa encuentro un restaurante abierto. Entro, está prácticamente lleno, pero veo una mesa vacía al fondo. Me siento, miro la carta que está sobre la mesa y llamo la atención del camarero: “Una brocheta de solomillo y una copa de rioja, y dese prisa que estoy deseando llegar a casa”, le digo. “Enseguida señor, aunque hoy tenemos menos personal que de costumbre, la dichosa gripe”. “Ese no es mi problema”, contesto, y se marcha hacia la cocina. Me quedo observando el local, muy tradicional y acogedor aunque no de mi estilo, yo prefiero sitios más modernos y con más clase. Presidiendo el salón, en una de sus paredes, una fotografía de gran tamaño de una vieja sentada en una mecedora que me mira sonriendo. A los pies de la imagen dice: “El fogón de Rosario, desde 1972”.
Después de cinco quejas al camarero, consigo que me traiga mi rioja, y diez quejas más tarde por fin aparece mi comida. Empiezo a comer, muy sabrosa la carne, pero al volver la vista hacia aquella fotografía tengo la impresión de que ahora la anciana me mira con semblante serio. Imaginaciones mías, pienso, y sigo comiendo.
Vuelvo a llamar al camarero: “Otra copa de vino, a ser posible mejor que este y no tarde tanto”. “Ahora mismo señor”, contesta, y se va rápidamente.
Justo en el momento en el que me meto el último trozo de solomillo en la boca, un apagón deja el salón completamente a oscuras y en silencio. No tarda en volver la luz, pero enseguida observo que la vieja de la imagen ha desaparecido, solo está la mecedora. Miro a todas partes intentando encontrar a alguien que hubiese advertido lo ocurrido como yo, pero cada uno sigue a lo suyo, riendo y charlando tranquilamente como evadidos de la realidad. Miro la copa de vino intentando buscar una explicación a la vez que noto como un sudor frío me recorre la espalda. Me levanto un tanto desconcertado y voy al aseo a refrescarme la cara, pero cuando fijo la mirada en el espejo, la veo detrás de mí. Siento como se me hiela la sangre, mis músculos se quedan rígidos y mi piel se eriza desde los tobillos hasta la nuca. Me mira fijamente y me susurra: “A mi casa se viene con paciencia y buenos modales, y si no sabe decir por favor y gracias no vuelva por aquí”. Y la veo salir atravesando la puerta como si fuese de humo. Cuando consigo reaccionar salgo del servicio, el salón está ya completamente vacío, busco al camarero, le pago la cuenta y le pido disculpas por mi comportamiento achacándolo al estrés del trabajo. Me dirijo entonces a toda prisa hacia la salida, sin dejar de observar como aquella mujer, que ha vuelto a ocupar su lugar en la fotografía, me sonríe y me sigue con la mirada hasta que abandono el local.