Oí cómo los goznes de la puerta giraban sobre sí mismos; cuatro vueltas de llave más tarde, la puerta se abría, dejando entrar una corriente de aire gélido procedente del portal. Miré de reojo el reloj y me pareció entrever un tres acompañado, tras dos puntos nítidos y rojos, de otros dos números que no fui capaz de distinguir. Eso quería decir que llevaba casi cuatro horas dando vueltas en la cama, de un lado para otro, incapaz de conciliar el sueño.
El insomnio me arropaba todas las noches desde que nació el bebé; cada vez que él salía y volvía envuelto en el hedor de la noche, mis peores pesadillas salían arrastrándose desde mi mente hasta las cuencas de mis ojos, transformándose en un muerto viviente de carne y hueso.
El insomnio me arropaba todas las noches desde que nació el bebé; cada vez que él salía y volvía envuelto en el hedor de la noche, mis peores pesadillas salían arrastrándose desde mi mente hasta las cuencas de mis ojos, transformándose en un muerto viviente de carne y hueso.
La primera vez, pensé que el alcohol le había jugado una mala pasada, que ese golpe lo había engendrado un mal sueño que ambos nos esforzamos por enterrar. Al principio, sus promesas de cambio lograban apaciguarme, pero pronto los golpes hicieron eco a sus palabras vacías.
Un día que él estaba de guardia, bajé a la ferretería y compré una cerradura para la puerta del bebé. A punto estuve de destrozar la madera de la puerta, pero conseguí instalarla con éxito y aspirar las motas de polvo del agujero antes de su regreso. Después, coloqué una muñequita de trapo que yo misma estuve tejiendo bajo el pomo de la puerta, disimulando la cerradura. Mi ardid funcionó, aunque no se debió a mi tapadera, sino a que nunca pisó el cuarto del bebé. Ni siquiera quiso ponerle nombre.
Sin embargo, aquella noche no vino directo a nuestra habitación a descargar su odio hacia sí mismo contra mi cuerpo. En la solitud de la noche, pude escuchar la madera crujir bajo las pisadas de un cuarenta y siete que se alejaban en dirección al cuarto del bebé. El pomo de la puerta se deslizó con suavidad hacia abajo, pero la cerradura le cortó el paso. Instintivamente, llevé la mano a la mesilla en busca de la llave del cuarto, oculta bajo un doble fondo, y la guardé en mi sujetador. Esperé.
Entonces, escuché cómo dejó caer su cuerpo contra la puerta, golpeándola con todas sus fuerzas, pero la madera no cedió. Le oí mascullar y rumiar un sonido ininteligible de camino a la cocina. Nerviosa, abrí el cajón del escritorio y a tientas palpé hasta dar con la punta del abrecartas. Llené mis pulmones de aire y salí de la habitación.
Una nube de humo envolvía la casa. Las llamas consumían las cortinas, devorándolas con violencia. Al verme, se paró en seco, dejando que el fuego le rodeara y rió hasta que sus carcajadas se transformaron en un desgarrador grito de dolor. Salí corriendo hacia la habitación del bebé y la abrí a toda prisa. Luz, te llamaré Luz, bebé, le susurré. Abrí la ventana y, con ella entre mis brazos, salté.