Los acontecimientos que narro a continuación constituyen la experiencia más extraordinaria de mi vida. Sé con absoluta certeza que muchos no me creerán, otros me tomarán por loco, pero como alguien dijo alguna vez, la realidad supera a la ficción.
En aquel tiempo yo había conseguido mi primer trabajo como camarero en uno de los restaurantes más emblemáticos de la ciudad. Su interior, revestido con madera auténtica de diferentes especies y tonalidades, era cálido y muy acogedor. De los altos techos, sostenidos por delgadas columnas doradas ornamentadas con motivos que recordaban a otra época, colgaban diversas plantas que proporcionaban un ambiente salvaje al recinto. La decoración contaba con espejos, cuadros, velas… y una litografía de aspecto antiguo que llamó mi atención. El encargado me explicó animadamente que en el centro de aquella imagen, acompañado por decenas de personas, se encontraba el chef fundador del restaurante, ya fallecido. Debo reconocer que el grabado litográfico me inquietó durante varios días pues todas aquellas personas tenían la mirada perdida, los rostros completamente inexpresivos, pero la rutina hizo que me acostumbrara a su siniestra presencia hasta olvidarlo casi por completo.
Y después de varias semanas, ocurrió. Aquella noche, con el restaurante abarrotado, un hombre ataviado con un sobrio traje blanco y una mujer envuelta en un delicado vestido turquesa formaban una pareja que destacaba sobre el resto por su elegancia y buena sintonía. Pero de pronto el terror se desencadenó en la velada cuando la mujer empuñó coléricamente un cuchillo que hendió el aire hasta rebanar la garganta del hombre con un tajo profundo aunque apenas visible desde la distancia de no ser por la sangre que comenzó a brotar furiosa de la herida. Con gran rapidez, el hombre se puso en pie llevándose las manos al cuello en un desesperado intento por aferrarse a la vida, como si sus manos poseyeran el secreto de la mágica curación. Unos segundos después su organismo colapsó y, tras un espasmo estremecedor, su cuerpo se desplomó inerte en la silla con tal fuerza que su cuello se partió y su cabeza quedó descolgada sobre el respaldo. Acto seguido y con los ojos empañados en lágrimas, la mujer hundió el cuchillo en su vientre, donde (ella no lo sabía) la semilla de una nueva vida había empezado a germinar, hasta morir desangrada lenta y dolorosamente.
La investigación concluyó que el asesinato fue un acto de venganza motivado por deslealtades amorosas, pero yo tenía el profundo convencimiento de que una fuerza sobrenatural había intervenido apoderándose de aquella mujer. Pasados unos días lo comprendí. Estaba limpiando la vitrina de los licores tras la barra del restaurante cuando reparé de nuevo en la litografía. Parecía la misma, pero si uno observaba con detenimiento algo había cambiado. Entre toda aquella gente con semblante inexpresivo había dos caras nuevas: el hombre del traje blanco y la mujer del vestido turquesa; y en el centro el chef fundador que ahora lucía una enfermiza mueca triunfal en su rostro.