—¡Brutal la comida anoche, chaval! —dijo el chico del pendiente al conductor del destartalado Renault verde rana—. Si no llegas a ver ese anuncio, no nos enteramos de la movida. ¡Menuda pasada de pizza!
El conductor era un chico de la edad de Carlos, ambos tenían dieciocho años. Celebraban el haber aprobado la ESO, aunque fuera a base de lástima. Pero… lo habían conseguido. Alfonso era delgado como un fideo con patas y llevaba gafas negras desfasadas. Ambos formaban un dúo mucho peor que cualquier Zipi y Zape.
—Estaba hasta los topes, ¿verdad, Cebolla? —dijo Alfonso, mientras doblaba una curva cerrada que iba por un camino lleno de piedras en mitad del bosque y la montaña—. No sé qué le echan, pero yo creo que acabaron existencias.
—Ya te digo, aunque… hicimos bien en irnos, con ese olor… putrefacto que apareció, de pronto, allí.. El suelo tembló. Me dio miedo, macho —dijo Carlos.
—Tú y tus paranoias… Nos fuimos para no oírte, a saber cuántos petas te fumaste ayer. Menos mal que me llevé la pizza. —Mientras apenas veían el camino, el conductor dio un bocado a un trozo que cogió de la bolsa de las provisiones.
—¡Oye, no te la comas toda! —exclamó Carlos—. No fueron paranoias. Había algo malo allí. Lo noté, cada nervio de mi piel lo sintió.
—Ahora no me vengas de medium, hazte un porro y cuéntame la que montó Silvia, jodío.
Carlos no habló, solo refunfuñó mirando la ventana, absorto, cosa muy impropia de él.
—Como quieras. Voy a poner la radio. —Su amigo sintonizó una cadena de noticias.
Ambos quedaron en silencio cuando el comentarista empezó a contar que un brutal incendio en el restaurante Lamucca del Carmen, en Madrid, había empezado justo unos minutos después de que ellos se marcharan. Nadie sobrevivió. Lo más escalofriante era que los cuerpos quemados tenían, también, la carne de sus tripas desgarrada.
Atentos a la radio, no vieron a tiempo la sombra que apareció en la oscuridad, plantándose delante del automóvil.
El coche embistió algo grande que estaba encorvado. Lo arrastraron varios metros antes de pasar por debajo de este y empotrarse contra un enorme árbol.
Durante unos segundos, aturdidos, no supieron reaccionar. Carlos salió renqueante, arrastrando su pierna izquierda y cayendo al suelo a los pocos pasos; una rama había roto el cristal y herido su pierna. Desde el suelo, por debajo del vehículo, vio los pies de su amigo, de pie, al otro lado. Entretanto, algo pasó rápidamente... Dejó de verlo y, en su lugar, aparecieron los trozos de pizza desparramados por el suelo.
Un ser con la cabeza deforme, caminando a cuatro patas, hundió la cabeza en la sabrosa comida. Lo único que pensó Carlos, antes de que el ser saltara minutos más tarde sobre él, fue: ¡Vinieron a por la pizza, la jodida pizza es tan buena, que han venido a por ella!