Cuando me despierto ya es tarde. El reloj marca más de las once. Pero el sol parece no haber salido. La realidad descalabrada no es tal, me asomo a la ventana y simplemente está nublado.
-¡Buenos días!
Saludo a la ausencia. En mi casa no hay nadie. Entro habitación por habitación y busco. En efecto, los habitantes de mi casa se han marchado, sin despedirse, y sin dejar siquiera una nota.
“No es nada del otro mundo, ya aparecerán” -me digo.
Me siento en una silla desvencijada de la cocina. Cruje. Una de sus maderas se parte. Caigo al suelo. Es ridícula esta caída.
Mi cabeza está embotada, es esa vieja sensación que conozco de cuando me despierto de una larga siesta y casi es ya de noche. Dormir de esa manera caótica debe ser una forma de matarse. Sienta tan mal ese despertar, que casi puedes decir entonces que ni recuerdas quién eres. Debe ser lo más parecido al concepto de la nada.
¿Existe un abismo, un escalón desconocido que separa al ser humano de no ser más que un recuerdo destinado a desaparecer?
Es irrelevante que el hecho de que no haya nadie en casa no revista importancia alguna. Mis palpitaciones se aceleran. Voy apresuradamente al aseo a lavarme la cara, para tratar así de borrar las grietas que hoy luce mi pensamiento. Mientras me seco con la toalla, ennegrecida por haber estado demasiado tiempo húmeda, me miro de soslayo al espejo y me pregunto quién soy yo.
No me reconozco. Empiezo a llorar, como una niña, necesito encontrar a alguien… No puedo explicar lo que siento, pero sería preferible un fuerte dolor de estómago, un picor incesante, una bofetada…
Me visto a la desesperada. Cojo las llaves y el teléfono. ¡El teléfono! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Podría llamar a los que se han ido y averiguar de una vez por todas su paradero. Pero… marco y, uno por uno, todos los números de la poca gente que me acompaña en mi transitar por este laberinto que llaman vida, tan sólo dan llamada… Nadie contesta… Salgo.
Mis angustias no eran fortuitas, me digo que aquí pasa algo verdaderamente extraño. Además miro al cielo y no puedo evitar abrir mucho los ojos, con gran sorpresa, porque no se trata de que esté nublado cual tantas otras veces lo haya podido estar. Ese color que hoy luce nunca se lo había visto, parece casi de noche, es todo negro. Siento literalmente que llevo sobre mis hombros el peso de las nubes, unas nubes cargadas de una incertidumbre peligrosa.
Sacudo la cabeza para autoconvencerme de que nada malo va a pasar.
Oigo voces inexistentes que me hablan de lo peor. Me abrazo a mi misma en un mundo en el que ya sólo quedan extraños.
Ahora...
Suena atronador, a la vez que destella, como un cuchillo de luz, un rayo del cielo que me elige para su destino. Sola. Insignificante. El escalón… Y silencio...