Miré la hora. No la entendí.
El taxi no se detuvo. Vi pasar el portal de mi casa y casi pude entrever la silueta de mi mamá recortada en la ventana. Quizá a punto de asomarse para verme llegar.
Alarmada, me dirigí al conductor, primero con amabilidad y después, lo admito, alterada. Pero no hacía caso. No contestaba. Ni se giraba hacia mí en ningún momento, ni hacía gesto alguno de estar escuchándome. Me ignoraba como si ni siquiera estuviese allí. No separaba las manos del volante y ni se molestaba en mirar por el retrovisor a pesar de que yo estaba ya fuera de mí, gritando y pataleando. Él continuaba conduciendo calle abajo hasta incorporarse a la avenida y tomar dirección a las afueras del pueblo.
Grité y grité sin parar. Traté de bajar las ventanillas pero estaban bloqueadas de algún modo. Las golpeé con los puños y hasta traté de abrir la puerta pero no funcionó. En la oscuridad de la noche hice cuanto pude por llamar la atención de la poca gente que aún recorría las calles del pueblo, pero nadie me escuchaba. Nadie me veía.
Los edificios y casas pareadas de las afueras fueron dando lugar a las naves industriales y después a la nada. Tan solo quedó la carretera, negra, atravesada tan solo por la amarillenta luz de los faros del coche avanzando sin parar.
Desesperada buscaba con la mirada y las manos algo que pudiera serme útil, que pudiera sacarme de aquella situación. Mis ojos repararon entonces en el soporte para la licencia del taxi sujetada al salpicadero. Estaba vacía, no había identificación alguna. Sobre él se hallaba sujeto el taxímetro. Era como si nadie lo hubiera tocado en años. No tenía ningún sentido.
La oscuridad nos estaba cubriendo por completo. Ahora ni siquiera las líneas discontinuas sobre el asfalto me ofrecían algo a lo que agarrarme. Me sentía como si nos absorbiera un eterno vacío negro sin fondo, sin fin.
Llorando y completamente desesperada supliqué al conductor que se detuviera y entonces... lo hizo. Paró el vehículo y el ruido del motor al ralentí llenó el ambiente devolviéndome un ápice de serenidad. Muy tranquilo, el conductor se giró y clavó sus ojos en mí.
-¿Dónde la llevo?
Aturdida, traté de recomponerme y le pedí por favor que me llevara a casa. No contestó. Se volvió de nuevo y giró el vehículo en redondo conduciendo en la dirección que yo le había pedido.
Poco a poco fui recuperando la calma y una vez más las calles del pueblo restablecieron su acogedor aspecto nocturno de farolas y luminosos. De gente regresando a casa después de un duro día de trabajo.
Cuando el vehículo giró la esquina de mi calle y pude ver mi casa ya solo tenía en la cabeza la cena y dar un fuerte abrazo a mi mamá. Miré la hora. No la entendí.