La dulzura de Catalina
Sus labios estaban lívidos. Sus mejillas habían perdido el color. Su expresión se había transformado permaneciendo en un rictus de inusitada paz. Qué tranquila estaba Catalina. Qué serena. Qué hermosa.
Antes de dormirse me había hablado de ellos. De los que vagan en la noche. De los ausentes. Me contó que los había visto devorarse unos a otros, envueltos en un fuego inefable, el que no se apaga. Que habían adquirido inteligencia y buscaban presas a las que reconvertir para sacudir el mundo en un nuevo Apocalipsis.
No la creí.
Catalina siempre hablaba de la virtud de la muerte: —Ha de ser dulce, repetía siempre.
—¿Cuál es tu concepto de ‘dulce’?, le pregunté.
—Dulce es aquello capaz de hacer que cierres los ojos y te traslades a cualquier otra parte.
—A un oasis, señalé yo.
—A veces podemos encontrar la dulzura en aspectos nunca antes imaginados.
Cayó dormida.
La observaba en silencio. Lo hice durante dos largos días. Me preguntaba si soñaría cuando comenzó a tener convulsiones. Se incorporó con lentitud mostrando una mirada de color escarlata. Sonrió y con voz tenebrosa dijo:
—¿Sabes que he encontrado el oasis?
Después se hizo la oscuridad.