Gia fue una bebita primorosa y robusta. Un poco pasada de peso al nacer, bastante pasada de peso durante el resto de su vida. No fue la típica nenita a la que había que rogarle para que comiera, había que quitarle el plato cuando lo comenzaba a roer. Lo mismo hacía con la cucharilla, el babero o lo que fuera que hubiese frente a ella. Todo se lo llevaba a la boca, no con la natural curiosidad de un bebé, siempre tenía la intención de engullirlo. Cuando le salieron los primeros dientecillos su madre dejó de darle pecho porque la voraz chiquilla le arrancó un pedazo de pezón de un mordisco.
Todo lo que pasaba frente a su boca era succionado como si fuera una aspiradora, hasta que creció un poco y su supo distinguir entre objetos o envolturas y la comida. Era imparable, su único objetivo era: comer, comer, comer. Los primeros años de su vida su madre la pudo controlar un poco pero ya mayorcita, independiente y libre, devoraba cualquier cosa comestible. Prefería ciertas cosas como el pan dulce, las golosinas, las pastas, hamburguesas, refrescos pero eso no significaba que no comiera un bolillo duro o queso panela. Su paladar no era discriminador de nada comestible.
A los doce años ya no era posible pesarla en una báscula casera, cosa que no le importaba en lo más mínimo. Gia no sufría por su aspecto, no se deprimía ni deseaba ser como el resto de las adolescentes, sólo pensaba en la comida. Vivía para comer y dormía para soñar que comía.
Llegado el punto en que no se pudo levantar de la cama, debido a su peso incalculable, sus padres decidieron no abastecerla de comida que la siguiera engordando y hablaron de colocarle una banda gástrica. Gia se sintió condenada a muerte. Sabía que ahí, postrada en cama, sería imposible ir a buscar alimento y tendría que someterse ente sus padres desconsiderados y perversos que sólo le daban frutas, ensalada, pechuga de pollo asada y atún en agua.
Para mover y asear a Gia era necesaria la fuerza de un hombre grande y fuerte. Así que sus padres contrataron a un enfermero grande y fuerte. El enfermero era un hombre joven y simpático que al ver a Gia quedó horrorizado por su aspecto, en cambio Gia se sintió embelesada por él. El joven enfermero pasó su primera noche a solas con Gia para estar al pendiente de sus signos vitales y del oxígeno que necesitaba pues sus pulmones estaban tan oprimidos que se le dificultaba respirar.
—Acércate un poco —dijo Gia con la voz agitada— déjame verte bien.
El joven enfermero olía a Eternity. Gia no pudo resistir aquel aroma, aquella sonrisa… Y cayó rendida a la tentación.
A la mañana siguiente la madre de Gia se encontró con la espeluznante escena. Gia yacía asfixiada. Tenía desencajada la mandíbula, como una boa constrictor, con el cuerpo del enfermero a medio regurgitar.