Odio pasar los sábados en casa de mi abuela. Habita por la Alameda de Osuna, en un caserón desportillado que tuvo su empaque por las postrimerías del siglo XIX.
En realidad tampoco me agrada ella, tan elegante como distante; jamás una sonrisa, ni un beso, ni siquiera un ribete de cariño. Se limita a acogerme porque Mamá es médico y procura tener guardias para cobrar un poco más. La abuela no me trata mal, simplemente que en su escalafón de favoritos gozo del mismo status que ese canario ausente de la jaula vacía del comedor.
Me recibe a los pies de la escalinata del jardín y por ser niño la veo más alta de lo que es. Siempre vestida de tonos malvas oscuros y negros con puños de abiertos de batista y, en un rapto de excéntrica frivolidad, alguna joya antigua y exótica de las que parece tener una interminable colección.
Flanqueada por dos enormes jarrones de hierro colado de los cuales cuelgan los pingajos exangües de plantas olvidadas, me extiende su mano enjuta y glacial.- Hola. Pasa y lávate las manos. Tu merienda está en la salita de música.
Mi abuela toca el clavicordio, además compone y hace arreglos para algunos clientes pero, teniendo en cuenta su estilo, dudo que sean muchos. Semanas atrás escuché su última canción de cuna y parecía el réquiem para Miércoles Addams. Una cadencia melancólica que me dejó el alma aterida.
Su concepto de merienda consiste en galletas de soda, un cuenco de cristal con leche condensada y un vaso de agua templada, pero eso sí, servilleta de encaje almidonada. No me gusta estar allí, me recorre el cuerpo una sensación desagradable y, como sólo deseo irme, la tarde se hace interminable.
Rara vez me da conversación y todo transcurre aburridamente hasta la hora de irme. Entonces me recuerda que debo ir a su habitación, a rezarle a una imagen de la Virgen que tiene en una peana de ébano, ese es el momento que paso temiendo toda la tarde. Su habitación tiene el frío húmedo de una casa deshabitada, la penumbra es fantasmagórica y sólo lo alivia una lamparilla de aceite delante de la estatua. El pábilo bailotea emitiendo delicadas hilaturas de humo y yo me arrodillo, fingiendo rezar, siempre con los ojos cerrados, no quiero mirar a la Virgen. Su rostro tallado con expresión de amor materno incondicional y el rubicundo niño Jesús que sonríe agitando los bracitos.
Pero esta vez, al irme, me he atrevido a mirarla en el espejo del tocador…no he podido contener un grito y he bajado corriendo. La imagen reflejada en el espejo movió la cabeza y el rostro transido de amor se transformaba en una mueca burlesca y arrogante, un halo demoníaco parecía envolverla y el niño lloraba atemorizado.
Quise despedirme pero mi abuela me aferró del brazo sonriente. Incluso me dio un abrazo que aprovechó para susurrarme al oído.- Estoy muy contenta de que finalmente os hayáis conocido. Nuestro amo te esperaba.