No tiene pelo, definitivamente no tiene.- Pensé al pasar la anciana sirvienta de mis vecinos, un ser espectral al que espiaba por entre las cortinas.
Su piel era blanca y transparente, con venas visibles que evocaban el mapa de carreteras de Fomento. De caminar encorvado debido a la giba de bactriano que se le desparramaba por la espalda, provista de nariz y barbilla que harían palidecer de envidia a la bruja mayor de Zugarramurdi, desdentada sin paliativos y, lo que me llamaba más la atención, su cabeza pelada a excepción de la parte del occipital, de donde colgaba una enorme y bien labrada trenza que anudaba con una cinta de raso añil.
Al parecer era una infeliz a la que los padecimientos habían ido mellando el seso hasta enloquecerla. Víctima de esas cosas terribles que suelen pasar a las mujeres, el Doctor Vázquez la había atendido después de la guerra en su sanatorio para después acogerla como fámula.
El hecho de ser inofensiva no le ahorraba las bromas crueles de los niños, ni los comentarios desagradables de los adultos. Tan siquiera hablaba, en la panadería y en los ultramarinos mostraba un billete redactado por su patrona.
Mi familia me tenía recluido para que no empeorase mi salud. Padecía anemia crónica y con frecuencia tenia mareos hasta desvanecerme. Fruto del forzado confinamiento aumentaba mi curiosidad y obsesión por ella, a tal punto que conseguí unos prismáticos para seguir sus andanzas.
Sus viajes a la granjita situada al final del jardín me intrigaban. Allí convivían gallinas y conejos junto a un corderillo ignorante de su destino pascual. Desde lejos, “alma de cántaro”, le notaba un atisbo de sonrisa mientras trasegaba incansable.
En una mañana de sol radiante me envalentoné. Aprovechando sus recados externos, inspeccionaría su cuartillo. No sería difícil, en el pueblo no se cerraban cancelas ni se desconfiaba de los niños.
Me escurrí por el portón para llegar a su aposento situado en los bajos, junto a la cocina.
La alcoba era austera y pulcra, con la cama iluminada a través de un ventanuco. El corazón me dio un vuelco. Extendidas sobre el edredón, contra los almohadones, descansaba una veintena de muñecas de diferentes calidades. Todas despeluchadas, unas mancas y otras cojas, tuertas o ciegas pero con sus vestidos recosidos con maña. Arrimado a la pared un escritorio cubierto de cajitas con plumas, cascaras, un feto de pollito y diferentes excrementos animales.
Un olor nauseabundo salía del mueble empotrado en el muro. En su interior, decenas de figuritas humanas confeccionadas con heces, pelo de conejo y hojas secas. Distinguí una figura blanquecina de ojos muy negros hechos con caquitas de ratón, tenía una espina de rosal hincada en el corazón. Creí reconocerme.
Un jadeo. Ella estaba allí. Desnuda, con los pechos infinitamente caídos, el sexo poblado y revuelto, la joroba anunciada como aleta de un tiburón, las uñas renegridas de los pies. Un reguero de saliva se hacía paso entre su deformada sonrisa mientras con ojos golosos se deshacía la trenza.