El sol ya despuntaba en el horizonte cuando se oyó el crujido. Fue un sonido húmedo, untuoso, de
esos que dejan en el aire un leve eco de burbujas agónicas. El ruido se repitió varias veces más a un
ritmo constante, casi melódico, escapando por la puerta exterior del sótano.
Marla permanecía a unos pocos metros, apoyada en el asidero de una pala, cuyo extremo estaba
hundido en la tierra aún fresca, esperando su turno. Tenía la vista fija en el huerto, perdida en algún
punto entre las matas de sandías y sus pensamientos. El pepón que cultivaba su familia era el más
codiciado de toda la región y, cada año, asombraba el extraordinario volumen de frutos que daban
sus pequeñas tierras.
Marla paseó la mirada por la parcela, atisbando lustrosas sandías que, por todas partes, salpicaban el
campo de un intenso verde. Sin duda, aquella sería otra excelente cosecha, pues ni estaban en
temporada aún. Por lo general, esas vistas le transmitían paz, incluso alegría, pero esa mañana su
ceño permanecía fruncido, y no a causa del sol -que apenas asomaba, a lo lejos, por entre las
montañas-, sino por culpa de ese crujido en el sótano. De ese endiablado sonido que, con los años,
había dejado de temer para acabar odiándolo con todo su ser.
No era tanto por lo que implicaba el crujido -aquel espanto incomprensible al que casi se había
acostumbrado-, sino por el sonido en sí. Resultaba tan desagradable como el de una sandía que,
cocida por el calor, se aja y se revienta de lado a lado, dibujando una grotesca sonrisa en su cáscara
jaspeada, para rezumar su pulpa rosácea, goteante y sembrada de pepitas, desprendiendo un
nauseabundo olor a podredumbre.
Al principio, Marlinita -como la llamaban en casa- era demasiado pequeña para entender y sus
padres la mantuvieron alejada del sótano, mediante pueriles y absurdas mentiras, permitiéndole
vivir una ensoñación infantil en la que sus neuronas no encontraron desafíos ajenos a la lógica. Sin
embargo, con la madurez de su consciencia, el constante crujido y los alaridos que de cuando en
cuando le llegaban desde el subsuelo azuzaron su natural instinto por descubrir la verdad.
La revelación que le hicieron sus padres derribó los cimientos sobre los que había construido su
realidad, resquebrajando las certezas del universo como una hoja seca aplastada contra el asfalto. Y
la razón por la que odiaba aquel sonido era que se convirtió en un constante recordatorio de los
tiempos en los que lo demencial y lo macabro no formaban parte del día a día.
Mientras repasaba sus pensamientos, su madre salió del sótano, portando un machete y claramente
fatigada.
- Marlinita, hija, te toca. No te lo pienses y apunta al cráneo.
- Que sí.
- ¿Y la trituradora?
- Sigue atascada.
- ¡Joder con los huesos! Pues habrá que usar las hachas.
- Pero pensaba ir al cine.
- ¿Sí? Bueno, tú ve al cine. Eso sí, esta noche abonas las matas. ¿Trato hecho?
- ¡Hecho!