Empezaste a leer la novela estas navidades. Crees que alguien te la regaló, algún amigo invisible, en otra navidad, hace años, aunque te parece curioso no recordar mucho más. Te interesó la trama desde el principio; los personajes te resultaron familiares. Pero tuviste que abandonarla por unos días. En fiestas, ya se sabe: jornadas intensas, festines infinitos. Las comidas navideñas, para ti, son un incordio. Además, tienes la impresión de que, a medida que pasan los años, los comensales sois, cada vez, menos. Y, sin poder evitarlo, piensas en... No, no quieres darle vueltas a eso, ahora. Mejor sigues leyendo que, por fin, tienes tiempo.
Adivino que eso te disgusta, desde hace mucho. Por eso, inconsciente, ni te das cuenta de que no existo. Y lees. Y te has sentado en tu butaca favorita, la de terciopelo verde, esa que quizá fue mía. Es que mi memoria es frágil como una tela de araña. Los recuerdos, aquí, se emborronan, se despistan, lo mismo que el tic tac de los relojes que te acompañan y que, para mí, ya no tienen ningún sentido.
¿Lees? Eso creo. Al menos, lo intentas. Lo mismo que yo, con todas mis fuerzas —si es que a mis forcejeos invisibles se les puede llamar así— hago lo posible por avisarte, por llamar tu atención. He dado pasos de titán y tú solo has notado un ligero bufido de aire frío, antes de colocarte una manta de lana sobre las rodillas. He rozado con dedos de viento tu rostro, enfureciéndome cual tornado ante tu indiferencia, mientras tú tan solo te estremecías con disgusto, culpando a las corrientes de esta casa vieja y casi vacía. Grito tu nombre, ahora, con la misma pasión que, por las noches te arrullo cual sirena, cantando una nana que escuché ya no recuerdo a quien, para ver si así tengo más suerte. Nada. Ignoras que vives junto a un fantasma, y esa es y será tu desgracia, como la de tantos y tantas antes que tú. Como lo fue, hace una eternidad, la mía.
He intentado lo imposible para advertirte, prepararte. Palabra a palabra, en esas páginas, te dejarás llevar hacia dónde estoy, a través de la ilusión más cómoda, que te permite sentir otras vidas —y muertes— sin moverte de tu sillón verde. Levantas la cabeza… Sí, te incomoda la presencia de la muerte, aunque sea en un libro. Y presiento que, cuando acabes de leer esas líneas, al cabo de dos, tres o cinco minutos que para mí serían una vida entera, no querrás recordar nada de lo que otros, como yo, dejaron escrito. Y no te darás cuenta de que, ahí, apurando esa novela, apoyando tu cabeza en el respaldo del sillón verde, minuto a minuto, estás un poquito más cerca de mí, de nosotros. Y del olvido que es, en realidad, la peor naturaleza de la muerte. Y la auténtica continuidad de… los fantasmas.